Cultura

El mal de Montaigne

  • Mondadori publica el segundo de los tres esperados diarios de la novelista y ensayista Susan Sontag, páginas que son la prueba exasperada y a veces críptica de una inteligencia en marcha.

La conciencia uncida a la carne: Diarios de madurez, 1964-1980. Susan Sontag. Trad. Aurelio Major. Mondadori. Barcelona, 2014. 528 páginas. 21,90 euros.

Escribe Montaigne, en alguna parte de sus ensayos, que "detrás de cada pensamiento hay un poco de testículo". Vale decir, hay un peso biográfico, una sujeción corporal, que induce y encamina su escritura. El título de estos diarios de Susan Sontag, La conciencia uncida a la carne, señala en esa misma dirección, con una diferencia de grado. Lo que en el señor de Montaigne es influjo, veladura, razón secundaria (detrás de cada pensamiento), en Sontag se aparece ya como gravitación y yugo uncido al cuerpo. En cualquier caso, la carne aquí es tanto metáfora de la existencia como una referencia literal a las impertinencias del sexo. Buena parte de las anotaciones, a veces epigramáticas, a veces en forma de enumeración o esquema, en algunos casos de mayor amplitud, hacen referencia a la vida amorosa de la escritora. Una vida que se ve sesgada, acotada, paralizada o impelida por sus relaciones, y cuya naturaleza Sontag pretende analizar mientras ocurren, como en un espinoso y benefactor trabajo de campo.

Un problema no desdeñable de los diarios es éste de la confesionalidad y su apariencia de autenticidad. ¿Hasta qué punto es auténtico, es decir, no mediatizado por la conciencia, por el pudor, por el egotismo, aquello que el autor refleja en sus escritos íntimos? ¿En qué medida la persona que se deduce, que se infiere de unos diarios, se corresponde con la persona que los escribe, incluso en el caso de que, como el Rousseau de las Confesiones, pretenda pintarse "exactamente del natural y en toda su verdad"? Decía Unamuno, no sin razón, que el peligro del diarista es "escribir para el diario"; esto es, el peligro de forzar el propio testimonio para alimentar un ente anómalo y extraño del que somos, a un tiempo, el autor, el beneficiario y la víctima. No parece éste el caso de los diarios de Susan Sontag. O al menos, no en primer término. Como ya se ha señalado, las características más acusadas de estas páginas son tanto su fragmentariedad, como su carácter epigramático, enumerativo, con largos incisos analítico/confesionales donde la autora indaga en sus recuerdos infantiles, en su difícil relación materno-filial, de la que Sontag extrae una explicación de su temperamento y del modo de relacionarse (de vampirizar, según su propia expresión) a los demás.

Con todo, y aparte el interés de dicho confesionalismo, lo más relevante de este volumen son sus consideraciones acerca de una buena porción de asuntos: el arte, la literatura, la música, la crítica, la sociología, la guerra del Vietnam, los propios bordes del conocimiento, la ductilidad del lenguaje, la promiscua soledad de la escritura. Inevitablemente, anejo a estas cuestiones se manifiesta el propio espíritu de la época, y la distancia del lector actual con aquella hora del mundo. Aun así, el mundo que aquí enumera, que aquí despliega Susan Sontag, es perfectamente reconocible. Es aquel mundo, todavía cercano, donde el psicoanálisis, el marxismo, el estructuralismo, la crítica de Barthes y Blanchot, la escritura de Des Fôrets, el magisterio de Foucault, etcétera, están en el ápice de su prestigio. Curiosamente, es también la hora de "los dos grandes escritores vivos, Borges y Beckett". Y ésta es quizá la huella más obvia de la voraz, de la fértil inteligencia de Susan Sontag: reconocer, junto a la primacía de Borges, la valía de autores poco o nada borgianos, como John Cage y Marshall McLuhan. También la libertad de criterio que, ya en Tánger, le lleva a deplorar la Beat Generation como una generación, como una literatura producto de la laxitud, del conservadurismo inducido por los opiáceos.

Quiere decirse que estos diarios (segundo de los tres volúmenes que se esperan), son la prueba exasperada y a veces críptica de una inteligencia en marcha. En este sentido, no parece casual que Sontag estime la obra de Ortega. No sólo La deshumanización del arte, sino su ensayo sobre la muerte de la novela, escrito 40 años antes de que la ensayista se asomara a sus páginas. En Sontag y en Ortega hay un apetito desmedido por las cosas del mundo, una necesidad urgentísima de fagocitarlo y explicarlo para, a la vuelta, ofrecérnoslo vivo y resuelto, con la palpitación de lo nuevo. Esa es, sin duda, la parte más notable de estos diarios. Su entusiasmo por la terapia psicoanalítica pertenece, como diría Foucault, a una arqueología del saber, hoy a trasmano.

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