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Crítica de Flamenco

Sin miedo al vacío

María Pagés, en uno de sus personalísimos movimientos efectuados durante el espectáculo.

María Pagés, en uno de sus personalísimos movimientos efectuados durante el espectáculo. / miguel ángel gonzález

Golpe a golpe, verso a verso... Que diría Machado. Así estructura María Pagés Óyeme con los ojos, una propuesta que atiende a su necesidad espiritual pero que mantiene ese sello propio que ha desarrollado a lo largo de su dilatada carrera. En esta ocasión, la bailaora sevillana se enfrenta en solitario al público, sin cuerpo de baile, buscando así esa soledad fundamental para encontrarse con uno mismo. Es un proceso de introspección, marcado por un ambiente íntimo, muy sombrío (y no nos referimos al tratamiento y el diseño de luces, tratado, como siempre en sus espectáculos, con especial atención), un clima que en lo que llevamos de Festival se repite, por desgracia, casi a diario.

Para ello Pagés ha utilizado poemas de diferentes autores, de Fray Luis de León a Tagore, de San Juan de la Cruz a El Arbi El Harti o de Mario Benedetti a Rumi, poemas que le sirven para tejer un hilo conductor de algo más de hora y veinte y por el que fluye un elenco musical con mucha personalidad. Así, elementos como el violonchelo de Sergio Menem, la guitarra de Rubén Levaniegos y sobre todo las voces de Juan de Mairena y Ana Ramón (ambos brillantes en toda la función), le sirven para llenar ese hueco que deja la ausencia del resto de su compañía.

Poemas de Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Tagore o Benedetti sirven de hilo conductor

La declaración de intenciones de la sevillana la comprobamos nada más levantarse el telón, cuando baila al mismísimo silencio, dando así consistencia al título del espectáculo: Óyeme con los ojos.

Si analizamos el universo Pagés, comprobamos que a la bailaora le gusta introducir en sus espectáculos -porque, como ha dicho siempre, "en todos hay diálogos continuos"- elementos originales a los que fusiona con retales de algunas de sus anteriores creaciones. Por ello, elementos como esa luz tenue, los sonidos arábigos o el abanico (que maneja con naturalidad) se dejan ver a lo largo de este montaje, igual que ese guiño a Utopía que hace con la granaína con la que cierra el mismo, donde se apoya, por momentos, en pasos de la coreografía. Tiene esto su doble filo, ya que a veces, si se entiende de otra manera, puede resultar repetitivo.

Óyeme con los ojos, por contra, profundiza en otro aspecto en su personalidad, que ha ido asomando en sus últimas obras, y también muy de moda en esta edición del Festival. Hablamos de su faceta teatral. María Pagés se atreve a recitar, o yo diría que a interpretar, versos de José Agustín Goytisolo, despertando un aire más formal, algo que contrasta con uno de los números más aplaudidos de la noche, los tangos que titula Rostros y donde interactúa cantando con los músicos llevando al límite ya no sólo su capacidad creativa sino su talante más humano, más llano, más humorístico.

¿Y el baile? El baile transcurre por un camino muy marcado, un camino en el que el braceo se hace infinito, un camino en el que la expresión corporal se adueña de la escena, un camino de alegrías (preciosos los tientos-tangos que se marca), un camino interior (se rebusca por malagueñas), de bata de cola, un camino de pocos pies... Un camino indiscutible, el de María Pagés, guste más o menos.

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