Cine

Una mirada encendida

Como tampoco se trata de matar (simbólicamente) a todos los padres, habré de confesar que me eduqué como espectador y cinéfilo con las críticas y artículos de Ángel Fernández-Santos (1934-2004) en El País, mucho antes incluso de saber que algún día podría yo mismo dedicarme al sufrido oficio de la crítica de cine. Era para mí una rutina más comprar el periódico y buscar su firma, esperando coincidir con sus criterios y valoraciones en un proceso de identificación que todos hemos padecido alguna vez en nuestros días de formación del espíritu, del gusto, de la personalidad misma.

Figura paternal, misteriosa y huidiza, Fernández-Santos no salía en la televisión (como nuestros admirados Alfonso Sánchez o José Luis Guarner, otros grandes maestros de la crítica), tampoco escuchábamos su voz en tertulias radiofónicas, no participaba nunca de esa fiesta interminable en la que parece vivir siempre el mundillo del cine. Lo admirábamos precisamente por eso, por intuir que en ese gesto distante y austero se escondía el valor de la independencia (tan difícil y cara en la profesión), el desprecio callado a todo aquello que no tuviese que ver con el arte, culto o popular, y el compromiso con la reflexión y las palabras. Con sus críticas aprendimos a educarnos la mirada, a bucear en las referencias, a escudriñar títulos y autores desconocidos antes de la era emule, a paladear los rincones de un discurso tanto o más rico que el de algunas de las películas que lo generaban. Incluso aunque, como ocurría en ocasiones, uno no supiera muy bien de lo que hablaba o si la película le había gustado o no.

Al margen de sus contados y muy celebrados guiones cinematográficos (para El espíritu de la colmena, de Erice, y para algunos filmes de Francisco Regueiro, ambos directores y amigos desde los días de la Escuela Oficial de Cine, por la que pasó fugazmente a comienzos de los 60), el legado crítico de Fernández-Santos se concentró prácticamente en su totalidad en revistas (Nuestro cine, de 1964 a 1971, en pleno apogeo del cine moderno y el Nuevo Cine Español; Cinemanía, ya en la era Prisa) y periódicos (primero en Diario 16, luego en El País, donde estuvo desde 1982 hasta su muerte). Apenas nos dejó un par de libros para glosar a su autor (Maiakovski y el cine) y a su género favoritos (Más allá del Oeste, reeditado ahora también por Debate).

Este abundante material crítico nos llega al fin en forma de volumen recopilatorio, gracias a la labor meticulosa y sensata de Carlos F. Heredero, colega y amigo quien, tras años de briega académica e incansable labor crítica, dirige hoy la recién nacida Cahiers du cinéma-España. En sus numerosas páginas, ordenadas por temas (Lenguaje, Géneros, Guionistas, Actores, Creadores, Festivales, Artículos de opinión, Películas de una vida y Autorretratos), se concentran filias y fobias, pecados de juventud y turbulencias críticas, debates intensos y lecciones teóricas, pero, sobre todo, se detecta la inquebrantable filiación baziniana del autor, resistente a todas las modas, la paulatina depuración literaria de un estilo que era ya una forma de pensamiento, una escritura cinematográfica que dialogaba con las películas desde las entrañas y la lucidez, desde la relación con las artes, el teatro (tan querido) o la filosofía, a través de una prosa brillante, por momentos barroca, que supo estar siempre al servicio del cine para traducir en brillantes hallazgos y una erudición siempre transparente un lenguaje de imágenes, sonidos y emociones.

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