Primero fueron los espacios, con la fantástica trilogía compuesta por Le jardin, Le salon y Le sous sol. Y ahora le ha toca do el turno a la familia. Otra trilogía que, tras el Padre (2014), nos trae ahora la segunda entrega, Madre.
Lo que al principio iba a ser una especie de homenaje a la figura de la madre -recién fallecida la de Gabriela Carrizo, directora del montaje y co-directora del grupo junto a Frank Chartier- se ha convertido en un complejo trabajo sobre la memoria en el que la atmósfera, creada sobre todo, a base de sonidos y silencios, se convierte en el único hilo conductor del espectáculo.
Una atmósfera a veces cinematográfica que, como en los sueños, o mejor dicho en las pesadillas, mezcla de manera natural lugares altamente absurdos, como un museo donde los cuadros pueden cobrar vida propia o una incubadora en la que una niña crece y crece ante la impotencia de sus desolados padres y de una enfermera embarazada cuyo pánico no la deja parir. Lugares habitados por seres con relaciones público-privadas cuyas manifestaciones, la mayoría inconscientes como en los sueños, se convierten en reacciones físicas. De ese modo, envueltos o impelidos por el sonido del viento, o del agua... ríen, cantan, lloran, o en ocasiones (pocas) son poseídos por esa danza extrema y espasmódica tan típica de Peeping Tom.
Algunas imágenes son realmente impactantes y la ejecución de los intérpretes es tan extraordinaria como siempre, pero en este intento de ahondar en los fantasmas del subconciente, en la colisión entre el orden y el caos, entre la cordura y la locura, hay un ensimismamiento que va en detrimento de la globalidad del espectáculo y, en muchos momentos, deja tambien ensimismado al espectador.
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