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Cultura

La (pen)última mirada

  • Los veteranos Sidney Lumet, Manoel de Oliveira, Alain Resnais o Jacques Rivette siguen estrenando nuevas y estimulantes películas en el ocaso de sus carreras

Desafiando a las leyes de la naturaleza, a las compañías aseguradoras o a la propia inercia promocional de un negocio para el que la juventud ha sido siempre reclamo para la taquilla y promesa eterna de futuro y regeneración, directores como el portugués Manoel de Oliveira (quien este año cumple los cien años en plena actividad -rueda Singularidades de uma Rapariga Loira- tras dejarnos sobradas muestras de su irónica finura en Belle toujours o Cristóvão Colombo - O Enigma), el norteamericano Sidney Lumet (con 84 años estrena esta semana su estupenda y vibrante Antes que el diablo sepa que has muerto), el japonés Yôji Yamada (estrena pronto en España Love and honor a sus 78 años) o Alain Renais (86 años a sus espaldas, rodando en formato digital su nueva película, Les herbes folles, y con Asuntos privados en lugares públicos aún en la cartelera española) confirman la vitalidad, la juventud de espíritu y la lucidez creativa de algunos ilustres ancianos de la profesión cinematográfica.

Si Hollywood suele ser más cruel con sus viejos maestros, a los que, salvo contadas excepciones (el propio Lumet, Mike Nichols, Woody Allen, Clint Eastwood, Robert Altman, rodando hasta poco antes de su muerte -El último show-), retira forzosamente antes de su fecha de caducidad por cuestiones que poco tienen que ver con su valía y sus capacidades, Europa ha sabido preservar mejor a sus autores mucho más allá de la razonable edad de la jubilación e incluso de la inspiración: ahí están, aún en activo, Monicelli (93 años), Olmi (77), los Taviani (79 y 77) o Bellocchio (69) en Italia; Wajda (82) en Polonia; Loach (72) en Inglaterra; Kluge (76) en Alemania; Menzel (70) en la República Checa; Jancsó (87) en Hungría; Angelopoulos (73) en Grecia; o Polansky (75) y Straub (75) sin otra patria que la de su propia obra, para confirmarlo.

En nuestro país, Vicente Aranda (Canciones de amor en Lolita's Club), Carlos Saura (Fados), Gonzalo Suárez (Oviedo Express), Mario Camus (El prado de las estrellas) y Pere Portabella (El silencio antes de Bach) siguen rodando, unos con más regularidad y pulso que otros, superada la frontera de los setenta años (82, 76, 74, 73 y 73 respectivamente).

Las condiciones de producción, el prestigio cultural de la autoría y una insobornable independencia son algunas de las posibles razones de esta longevidad artística con resultados excelentes, que es de lo que se trata en definitiva.

Pienso sobre todo en muchos de mis admirados directores de la nouvelle vague, empeñados en morir con las botas puestas cuando lo cómodo hubiera sido sentarse a leer sus hazañas en los libros de Historia del cine. Es el caso del sabio maestro y patriarca Éric Rohmer (88 años y con retirada anunciada), a quien muchas carteleras españolas aún le deben el estreno de la deliciosa El romance de Astrea y Celadón, radiante e intemporal muestra de la precisión y hondura de un cine que pareciera encarnar una eterna adolescencia de su lenguaje. O a sus hermanos pequeños Claude Chabrol, Jacques Rivette o Jean-Luc Godard: si el primero (78) incide con cierta irregularidad en su diagnóstico sobre la condición humana a través del retrato de la burguesía provinciana y los entresijos del poder (por estrenarse está su Chica cortada en dos tras Borrachera de poder), Rivette (80) se mueve aún en los márgenes de la ficción industrial sin renunciar un ápice al rigor de la forma y al aliento moderno (véase su magistral La duquesa de Langeais). Un poco a su aire, el eterno rebelde Godard (78) hace tiempo que prefirió refugiarse en peculiares formas de no-ficción (algunas, como Èloge de l'amour o Notre music, estrenadas en circuitos comerciales de exhibición) o incluso en el prestigio del museo (recuérdese su instalación-exposición en el Pompidou titulada Voyages en utopie) para seguir añadiendo jalones a un pensamiento cinematográfico materialista imprescindible para comprender la segunda mitad del siglo XX. Más resistente incluso que Godard es la entrañable Àgnes Varda (80), quien tras el enorme éxito de Los espigadores y la espigadora, un fascinante diario digital sobre la cultura del reciclaje y los desequilibrios de la sociedad de consumo, también sigue activa y reinventándose, ya sea en los museos (L'ille et Elle) o en la producción más estándar, como lo demuestra su más que probable presencia en el próximo Cannes con Les Plages d'Agnès. Y qué decir del misterioso Chris Marker (87 años), otro incansable viajero y ensayista cinematográfico que, inopinadamente, suele salir de su escondite para contarnos qué ha sido de sus queridos gatos (Chats perchés) en un mundo globalizado y caótico.

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