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Cultura

Una poética del espacio

  • 'Crónicas marcianas', el melancólico y lírico clásico de Bradbury, sintetiza sus dudas e inquietudes acerca de las propias capacidades del ser humano.

Comenzado el siglo XX, Percival Lowell estableció una minuciosa cartografía marciana en la que se podía apreciar la vasta red de canales que una antigua civilización, quizá extinguida por la escasez de agua, había acometido en el planeta rojo. Para esta empresa, Lowell había trabajado sobre los mapas de Giovanni Schiaparelli; sin embargo, los canali que dieron fama al astrónomo italiano no eran obra de una inteligencia viva, sino de la erosión que aún laceraba los desiertos de Marte. A pesar de esta divergencia sustancial, tanto Lowell como Schiaparelli operaban sobre una misma idea que había tomado posesión del siglo: la posibilidad de que existiera vida extraterrestre, y el temor de que esa vida remota, de que esa especie superior, colonizara la Tierra. Fruto de ese temor serán La guerra de los mundos de H.G. Wells y la versión radiofónica que Welles haría en octubre de 1938. Fruto de aquella posibilidad primera son estas Crónicas marcianas de Ray Bradbury, obra de una inmensa melancolía, cuya inquietud no deriva de la amenaza espacial, sino de las propias capacidades del ser humano.

Hay una diferencia de grado, en cualquier caso. Cuando Bradbury publica sus relatos (1950), ya ha conocido la devastación atómica. Y es este aciago conocimiento el que, con toda seguridad, ha variado el sentido y la intención de su obra maestra. En el escueto y deslumbrante prólogo a las Crónicas, Borges enumera algunos precedentes de la science-fiction (Luciano de Samosata, Ludovico Ariosto, Kepler); y añade que el talento de Bradbury no reside tanto en el carácter fantástico de su literatura, como en "sus largos domingos vacíos, su tedio americano", que aquí se revisten de un celérico fulgor de otro mundo. A esto cabría adjuntarle una matización postrera: todo el terror, toda la soledad que encuentra Borges en estas Crónicas marcianas se derivan no de la improbable monstruosidad de los habitantes de Marte, sino de la letal eficacia con que los humanos colonizan y finalmente destruyen el planeta vecino.

De algún modo -de un modo que no es fácil de verificar-, Bradbury se ha desviado del linaje literario al que tributa, para acercarse inopinadamente al Génesis. En sus páginas, más allá de una contenida invención técnica, volvemos a encontrarnos con el deseo del Edén, con la ambición de Babel, con el signo imperecedero de Caín, que acompañará a los hombres por la aridez marciana. No se trata, por tanto, de aquel terror de Wells, ni de aquella hostilidad viscosa de los invasores, armados con un rayo fulminante. Se trata, en mayor grado, de la pureza hollada por el ser humano, y de una idea de lo virginal, de lo intacto, de lo civilizado, que la conquista del planeta rojo extinguirá para siempre. En este sentido, Bradbury acude a una prolongada imagen del XIX, que encuentra en la modernidad una inhóspita forma de servidumbre. De aquel giro romántico nacería el adanismo de Rousseau y el el spleen baudeleriano; de aquella vuelta al paisaje, de aquel gusto por lo sublime y por lo agreste, se derivaría una consideración adversa, admirativa, ambivalente, de la técnica. Cuando Bradbury componga sus Crónicas marcianas, todo ese recelo decimonónico hacia las capacidades científicas del hombre habrá llegado a su ápice. Así se dice expresamente en El contribuyente, cuyo protagonista pretende embarcarse en la tercera expedición a Marte para eludir la guerra nuclear que se avecina.

En ese sentido, la obra de Bradbury es una obra de postrimerías, como pudieron serlo Las ruinas de Palmira de Volney o la Decadencia y caída del Imperio romano de Eduard Gibbon. No se puede explicar el fenómeno OVNI, que comienza por aquellos años, sin el miedo cerval a la extinción que azotó al mundo de posguerra. Aun así, no es valor histórico, o la connotación sociológica, lo que quisiéramos destacar en estas Crónicas marcianas. Cuanto de valioso y memorable se encierra en estas páginas es fruto de un intenso lirismo, y del estrecho conocimiento de la condición humana, más que de sus audaces fantasías interplanetarias. Una condición humana que Bradbury hace extensible a los melancólicos habitantes de Marte, cuya derrota es la derrota de la civilización, y no una extensión de ella. En última instancia, el hallazgo de Bradbury fue trasladar el miedo, el heroísmo, el amor y la avaricia de los hombres a las arenas azules del planeta rojo. Desde aquel lugar remoto verán cómo su viejo mundo se desintegra y cómo el nuevo se transforma en un lugar espectral, coronado por las ruinas. No sin un vivo y fatigado horror, cabe leer esta travesía marciana como un viaje a la Tierra.

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