Crítica de Cine cine

No se pueden hacer pastelitos con el Holocausto

El Holocausto o la Shoah -el exterminio de seis millones de judíos perpetrado por los nazis alemanes con la entusiasta colaboración de fascistas rumanos, franceses, belgas, polacos o ucranianos- es el punto más negro de la negra historia de la crueldad humana. Hasta el punto de poner fin al optimismo ilustrado que ya había sido herido por el terremoto de Lisboa en 1755. Pero entre uno y otro hay una diferencia sustancial: el terremoto de Lisboa fue una catástrofe natural y el Holocausto obra del hombre en el apogeo de una soberbia tecnocientífica que aplicó los más modernos métodos de organización y producción al exterminio de millones de seres humanos. Y ello, marcando también una diferencia sustancial con otras formas de crueldad, sin razón táctica o económica. Pura maldad. Y además funcionarial, desapasionada, banal como resaltaría Hannah Arendt en su célebre ensayo.

Esto exige aproximarse al Holocausto con cuidado y respeto. Se puede optar por contener el tono en aras de la divulgación pedagógica, como hizo Spielberg en La lista de Schindler, o por forzar los límites de la representación para abordar este horror indecible e irrepresentable, como hizo Nemes en El hijo de Saúl, aún a costa de que su dureza y radicalidad expresiva le resten público. Son dos opciones legítimas. No lo es, en cambio, la tomada por la neozelandesa Niki Caro, realizadora de errática filmografía y cierta proyección internacional tras el éxito de Whale Rider que ya demostró su inclinación a convertir las tragedias en pastelitos con En tierra de hombres. En este caso, la tragedia es de tal magnitud que el pastelito resulta indigesto. No se puede contar de forma tan relamidamente convencional el Holocausto.

Da igual que lo que cuenta haya sido históricamente cierto -la heroica lucha del director de Zoo de Varsovia y de su esposa para convertir las instalaciones en un refugio que acoja y esconda a los judíos- porque la forma en que lo cuenta hace que parezca falso. Así es el cine: la verdad está en la forma, no en el tema. Jessica Chastain, como coproductora, ha erigido la película como un monumento a sus innegables dotes interpretativas. Pero se ha equivocado en la elección de la guionista -Angela Workman-, de la directora y del tono satinado de serie televisiva lujosa. Quizá también se ha equivocado -no lo sé: no la he leído y no lo haré- escogiendo la versión de los hechos escrita por la muy completita autora de best-sellers Diane Ackerman, poetisa, filósofa, naturalista, ensayista, divulgadora científica y novelista.

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