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Cultura

La suma que a veces resta

Cante: Miguel Poveda. Guitarra: Manuel Parrilla, José Quevedo 'Bolita', Jesús Guerrero. Palmas: Luis Cantarote, Carlos Grilo, Manuel Salado. Percusión: Paquito González, Antonio Coronel. Piano: Joan Albert Amargós. Colaboradores: Las Correleras de Lebrija, Las Peligro y Matilde Coral. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Sábado, 10 de diciembre. Aforo: Lleno.

Los dos géneros, copla y flamenco, se han alejado tanto, han sufrido evoluciones (involución, en el caso del primero) tan distintas, que salvar el abismo, musical, literario, sociológico, que media entre ambos parece un imposible. Aquello de En el último minuto de la señora que a los 30 se viste "de negro luto" porque no encuentra novio suena tan jurásico que no se me ocurre el puente que puede traerlo hasta las armonías de José Quevedo y Jesús Guerrero. Por muy bella que sea la melodía. Pero la cuestión es ¿cómo articular arqueología coplera con un género que vive y respira todos los días en la calle, como es el cante flamenco, que se alimenta del aire de hoy, de la plaza, de la avenida y del aeropuerto. Tampoco se puede decir que Poveda lo intentara, ya que los arreglos seudojazzísticos de Amargós le aportan más telarañas a la cosa, quitándole la gracia del costumbrismo.

Una cosa es cantar una copla por bulerías, como hizo en la primera parte con La ruiseñora de Quintero-León y Quiroga (que irá en el próximo disco del cantaor) con su puntito retro y todo, y otra cosa es meterse de lleno, no ya en los treinta (Imperio Argentina es más actual que la mayoría de los copleros de hoy), sino en los cuarenta, como hizo en la segunda parte del recital.

Por supuesto que el concierto de flamenco fue sobresaliente. Poveda tiene una voz privilegiada, un sentido del ritmo asombroso, y una afición desmesurada. Lo que malogró en cierta manera la noche fue esa cosa suya de querer darlo todo, de pretender agradar a todos los públicos. Tal vez lo consiguió, a tenor de los piropos que viajaron desde el patio de butacas hasta el escenario, con una petición de paternidad incluida.

Porque la primera parte fue memorable en muchos aspectos. No sólo en los técnicos señalados. También en lo emocional. Poveda es la alegría pura y una manera de entender las cantiñas. Las respira con una facilidad pasmosa llevándolas a su terreno. Claro que los tonos mayores se inventaron para él, como demostró también en las bulerías de Cádiz recordando al admirable Chano Lobato o a la gran Pastora Pavón.

La malagueña del Canario se trenzó finamente sobre la falseta, pulcra, cristalina, de Jesús Guerrero. Los abandolaos son otro de los cantes estrella del cantaor, por el brillo viril de este cante, por más que Poveda los haga de forma heterodoxa. En la soleá apolá se puso ecuménico abogando por el diálogo entre lo rítmico racial y lo melódico acaramelado, resultando delicioso en su evocación de Marchena. Para la seguiriya entró Manuel Parrilla y la evocación del llorado Moraíto Chico, casi redundante, en la letra de la cabal. Poveda mostró cómo le tiene cogida la medida a la idiosincrasia sevillana con varios momentos mágicos entre los que destacaron las intervenciones de la venerada maestra trianera Matilde Coral. Por sevillanas estuvo sutil y graciosa y por tangos de Triana, que bailó a duo con el cantaor, casi carnal.

La bulería de Jerez tampoco tiene secretos para el de Badalona, pues de todos es conocida su veneración por el barrio de Santiago y por Luis El Zambo. Un recital clásico, con una medida puesta en escena, que incluyó una toná con el ritmo ternario de la bulería lebrijana. Un compás jerezano diabólico, firme como un metrónomo pero con una respiración natural, orgánica. Paco González puso la imaginación tímbrica en la percusión: por ejemplo en la pandereta de los fandangos de Lucena, llenando de luz la pieza. Manuel Parrilla aportó la tradición de su tierra, eso sí, de esa manera blanca, naïf, que es marca de la casa. Quevedo la contundencia. Y Jesús Guerrero la sobriedad y la elegancia para actualizar la tradición, como demostró sobradamente en la malagueña y en la soleá apolá a la forma de Marchena: prodigio de imaginación, colorido y serenidad.

Un recital estupendo, como digo, que se vio ensombrecido por la segunda parte. No precisamente por la calidad interpretativa de los intérpretes de la misma, sino porque no logró articularse con éxito con la primera.

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