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Tres valores de la pintura de paisaje

  • El pintor sevillano Javier Buzón presenta hasta el próximo día 25 en la galería La Caja China una enjundiosa serie de trabajos en torno a la representación de la naturaleza

Una primera exigencia de la pintura de paisaje radica en transformar el enclave concreto que lleva al lienzo en imagen global de la naturaleza. Si no cumple tal requisito, el paisaje puede quedar en mensaje turístico-publicitario. Pero esta elevación de un paraje determinado a memoria y signo de la naturaleza tampoco puede dejar a un lado aspectos analíticos del enclave en cuestión. La falta de estos rasgos particulares en ciertos paisajistas románticos hacía torcer el gesto a Goethe, porque esos aspectos son los que garantizan la relación original, siempre nueva entre cuerpo y medio natural, de la que puede surgir la verdad del paisaje. Aún hay una tercera exigencia y es el papel mismo de la pintura: ¿debe evocar el paisaje ocultando su materialidad, disfrazándose por así decir de árboles, llanuras o riberas, o por el contrario ha de mostrar la sensualidad táctil y visual del óleo, el pastel o la acuarela para despertar algo así como la memoria de la carne?

A estos tres requerimientos responden las obras recientes de Javier Buzón (Sevilla, 1958). En ellas cabría diferenciar tres grupos. Llamaría al primero interiores del bosque porque los elementos naturales se ofrecen a la vista y a la vez trazan un entorno que acoge al cuerpo. En algunos de estos cuadros hay rasgos que arquitectónicos: árboles que definen el primer plano y señalan después una profundidad (Rincón del bosque) o forman una suerte de uve invertida para conducir cadenciosamente a un lugar deshecho por la luz (La piel del bosque). En otros casos, los árboles forman casi una celosía que oculta el paisaje y a la vez, incita la imaginación a modelarlo. Hay tres obras más libres y arriesgadas. En Le Bois de La Cambre la luz y el pigmento, no sé si cómplices o adversarios, componen un notable ejercicio de pintura. En Camino, el protagonismo de la luz deshace las formas, mientras el bajo punto de vista subraya la elevación de las formas. Finalmente, Penumbra reúne dos valores del crepúsculo: la gama de colores cálidos y una oscuridad (a punto de llegar o en vías de disolverse) que convierte la mitad derecha del cuadro en un auténtico disfrute para quien valore la pintura.

Estos cuadros aseguran la paradoja del paisaje (esto es, despiertan desde un enclave concreto la presencia global de la naturaleza y nuestra pertenencia a ella) y además encierran un cuidadoso trabajo del color: he citado la gama cálida de Penumbra, destacaré ahora los violetas de Rincón del bosque y el sorprendente azul que parece posarse sobre los troncos de La piel del bosque. Son rasgos del esfuerzo analítico que señalé al principio y tienen la virtud estimular la vista y el tacto porque los sutiles azules, violetas y anaranjados, justamente por ser cómplices más que protagonistas, hacen presente el tiempo y la específica hora del día.

He subrayado en Penumbra el esfuerzo de la pintura. Es fácil ver ahí la presencia del pigmento que de modo más directo, casi desenfadado, aparece en el grupo de obras tituladas Ribera. Podrían recorrerse de dentro a fuera. En Ribera 4 y Cañas la vegetación sirve de umbral para llegar a una luz intensa. La vegetación se hace más densa en Ribera: es casi un tamiz que acompasa la luz, dejando ver el azul que se desliza al otro lado. Ya ese primer plano que organizan los arbustos está sembrado de notas de color que favorecen una doble percepción: la del pigmento y la del objeto que se refuerzan mutuamente. En Ribera 7 y Ribera 8 arbustos y cañaverales tejen literalmente el cuadro, y las notas de color, rojos, anaranjados, violetas, azules, aparecen de modo inesperado y casi con osadía entre los verdes. Aquí la presencia del pigmento es mucho más potente y da tanta fuerza a la obra que parecen innecesarias las diagonales que cruzan el lienzo y aseguran la unidad de la obra.

Hay finalmente dos cuadros que el autor titula Bosque abstracto y Bosque abstracto 2. Son más enigmáticos porque no llegan a ofrecer un plano firme al posible paseante. Recuerdan a ciertas obras que Buzón expuso en esta misma galería en otoño de 2014. Me refiero a unas acumulaciones de hojas secas que creaban un espacio ambivalente, invitando a mirarlas alternativamente desde arriba y de frente. Algo parecido, aunque de modo más ambicioso, ocurre en los actuales Bosques abstractos: parecen conformar una naturaleza que no se deja reducir a un espacio fácilmente dominable. Son piezas que quizá abran un futuro prometedor.

La muestra tiene enjundia. He intentado, para hacerle justicia, recorrerla en detalle. Pero quizá este recorrido no enfatice suficientemente un valor permanente de la pintura de Javier Buzón que a mi juicio preside toda su poética: la luz. Destacada a veces en estos cuadros como resplandor, es en todos los casos la silenciosa modeladora de las obras.

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