Una cierta sensación de vacío. Es la primera impresión que produce la muestra de Curro González (Sevilla, 1960). ¿Qué ha sido de la acumulación de figuras a la que nos tenía acostumbrados? Sin querer, recuerdas el atestado Estudio, ácida réplica del Atelier de Courbet, la silenciosa multitud y los patéticos residuos del vertedero de El Enjambre, o el laberinto de un cuadro que siempre me interesó, Soñando Babel. Todo eso se ha desvanecido. En un golpe de audacia, el autor ha vaciado el espacio y en contrapartida lo ha llenado de color. Es cierto que en El Estudio, un brillante amarillo, sobre todo a la derecha del cuadro, actuaba como la tónica dominante en música. La presencia del color era más clara en las cuatro piezas (Brueghel, Bacon, Matisse, Hogarth) colgadas en esta misma galería, en Los géneros de la pintura, hace menos de un año. Pero el breve formato de aquellos cuadros privilegiaba las figuras y ahora el color es indudable protagonista.
No es fácil mirar el color porque el color invade. Hay quien no lo soporta e intenta racionalizarlo a cualquier precio, y quien se agobia porque querría ponerle un nombre pero no da con él. Con el color ocurre como con la música: hay que sumergirse en él y dejar que la inteligencia trabaje a la sombra del gozo de la sensualidad. Así ocurre en estos cuadros, sea que el color se difunda, como en El hijo pródigo, o se concentre, como en Los dientes del tiempo. Otras veces destacan las texturas: da ritmo a Noche y día, y estimula el tacto en El estilita o en Lucha de clases. Señalaría también los que llamaría golpes de color, manchas súbitas en un campo uniforme: el barro (la boue) de El hijo pródigo o los toques rojos de El barco de los necios.
Junto a la invasión del color hay también cambios en el dibujo. González ha cultivado con frecuencia un dibujo de mancha, como si quisiera evitar el atractivo que ejerce sobre el espectador el dibujo perfilado. En la muestra sin embargo se aprecia un cuidado especial en la línea. Merece la pena examinar los cuadernos expuestos en la vitrina, bajo la ventana, cuidados dibujos que encuentras después en los cuadros.
Este dibujo de línea es coherente con la prioridad otorgada al color. Los campos cromáticos vibran sin perder su potencia con las breves y exactas figuras. Éstas además van componiendo una constelación de iconos, muchos de ellos enigmáticos. Conocemos bien el personaje que, a veces con las facciones del autor y otras con una barba desmesurada, está siempre de camino: una figura que hace pensar en Bías, el filósofo griego que decía llevar con él cuanto poseía. Otros son más misteriosos, como los dos hombres que parecen sembrar (o arrancar) un árbol, las cuatro figuras, arriba a la derecha de El regreso del hijo pródigo o la mujer, escapada quizá de algún diseño agit-prop, que ante el escenario vacío, en Lucha de clases, parece esperar mucho más de lo que le llega. Estos iconos son en general metáforas visuales que adquieren sentido en la misma sucesión de cuadros. Los hay divertidos, como el peculiar Asno de Buridán de El hijo pródigo. Otros son tan sencillos como eficaces: las escaleras de Los dientes del tiempo que culminan en el personaje que, arriba, sube por una escalera de mano en la que ¿ha ido cortando los escalones usados o es que por ellos ya nunca se podrá bajar?
Las imágenes-metáforas, muchas veces crípticas, no son gratuitas. González, por lo que sé, ha hecho suyos aspectos del barrocos. No por erudición sino como suelo en el que ha crecido y sobre el que no ha dejado de meditar. ¿Es muy atrevido decir que ha abandonado la proliferación de formas del retablo barroco para seguir el camino de la metáfora, al estilo de Villamediana o Gracián?
Digo esto porque hay otros rasgos que van en parecida dirección. Por ejemplo las reiteradas declaraciones de escepticismo (es posible y no es posible, la única certeza es que nada es cierto) que hacen pensar en un filósofo poco conocido, Francisco Sánchez, pero que influyó tanto en el escéptico apóstata, Descartes, como en el que permaneció fiel al escepticismo, David Hume.
Hay que añadir otro elemento. Yo lo llamaría el arabesco. Parece un rasgo decorativo pero no lo es. Así, en el friso que aparece inclinado a la izquierda de El barco de los necios, merece la pena observar la mirada que, entre extrañada y desaprobadora, dirige una figura (¿paje o joker?) a los alegres cultivadores del arte conceptual que no toman demasiado en serio ni el scriptum de Leonardo que afirmaba que por sí mismo l'arte é cosa mentale, ni la tesis de Jean-Marie Schaeffer, para quien hay un comportamiento, el estético, que se caracteriza por ser un ejercicio de inteligencia que brota del afecto al que a su vez impulsa. Idea que sí alienta en las obras de Curro González.
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