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Maestro y voz inteligente de la calle

ÁNGEL GONZÁLEZ (España. 1922-2008). Es algo fácil de explicar: visualicemos un vertedero del que lograra alzarse una flor tersa y fragante, orgullosa, reivindicando su derecho a habitar entre el páramo de desperdicios. Traslademos ahora esa imagen a nuestra Historia y lo entenderemos todo: entre el fratricidio de la guerra civil y a través del oscurantismo del régimen franquista, la poesía de Ángel González se erigió echando raíces en el escombrero del siglo XX.

Y si bien es cierto que las palabras no derriban muros, las suyas sí que al menos encontraron un hueco entre las grietas de la España negra para escapar hacia adelante. Porque sin ser, a pecho descubierto, un poeta político o social -la censura no siempre picaba su anzuelo...-, nada tan subliminalmente combativo, ni tan consolador, como su poderosísima ironía. Sólo así un poema a priori hímnico, Inventario de lugares propicios al amor, puede acabar en desaliento ante el opresor paisaje urbano, "en este tiempo hostil, propicio al odio".

Pero no se trata ni de una renuncia ni de una evasión; al contrario, supo siempre convertir el barro en pan, hasta tal punto que suyos -e hijos de su tiempo- son algunos de los mejores poemas amorosos de nuestra tradición. Quizás porque supo huir de convencionalismos sentimentales y líricos, y se dedicó a hablarle al lector de tú a tú, de individuo a individuo, en confianza, con complicidad verdadera. Prodigándole inteligencia con palabras de la calle, sobre asuntos cotidianos. A veces descreído y otras veces emocional, burlón y responsable equitativamente, pues lo contrario de lo divertido no es lo sensato, sino lo tedioso.

Maestro también de orquestación en el poema, prestidigitador de las palabras, cada una de sus piezas transpira amor y respeto por el arte, aun consciente de su artificialidad. Tanto, que vamos ya para tres generaciones reconociéndolo como padre de oficio.

ME BASTA ASÍ

Si yo fuese Dios

tuviese el secreto,

haría

un ser exacto a ti;

lo probaría

(a la manera de los panaderos

cuando prueban el pan, es decir:

con la boca),

y si ese sabor fuese

igual al tuyo, o sea

tu mismo olor, y tu manera

de sonreír,

y de guardar silencio,

y de estrechar la mano estrictamente,

y de besarnos sin hacernos daño

-de esto sí estoy seguro: pongo

tanta atención cuando te beso-;

entonces

si yo fuese Dios,

podría repertirte y repetirte,

siempre la misma y siempre diferente,

sin cansarme jamás del juego idéntico,

sin desdeñar tampoco la que fuiste

por la que ibas a ser dentro de nada;

ya no sé si me explico, pero quiero

aclarar que si yo fuese

Dios, haría

lo posible por ser Ángel González

para quererte tal como te quiero,

para aguardar con calma

a que te crees tú misma cada día,

a que sorprendas todas las mañanas

la luz recién nacida con tu propia

luz, y corras

la cortina impalpable que separa

el sueño de la vida,

resucitándome con tu palabra,

Lázaro alegre

yo,

mojado todavía

de sombras y pereza,

sorprendido y absorto

en la contemplación de todo aquello

que, en unión de mí mismo,

recuperas y salvas, mueves, dejas

abandonado cuando -luego- callasý

(Escucho tu silencio.

Oigo

constelaciones: existes.

Creo en ti.

Eres.

Me basta.)

ÁNGEL GONZÁLEZ, Palabra sobre palabra. Seix Barral, 1992.

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