Cultura

Malo desde pequeñito

Hacia 1978 éramos tan inocentes, y las pantallas rebosaban tantas y tan buenas novedades, que creíamos estar asistiendo a un renacimiento del gran cine comercial americano tras la crisis de mediados de los 60. Compréndanlo, desde 1970 se habían ido sucediendo las revelaciones de Allen (Toma el dinero y corre y Sueños de un seductor, 1969 y 1972), Coppola (El Padrino, 1972), Lucas (American Graffiti, 1973), Spielberg (Tiburón, 1975) o Scorsese (Taxi Driver, 1976). Halloween, dirigida por un valor entonces en alza que después había dar menos de lo que prometía, se estrenó en 1978, un año después que La guerra de las galaxias, Encuentros en la tercera fase y Annie Hall, justo entre esos fulgurantes debuts y los bombazos de Apocalypse Now! y Manhattan en 1979. Éramos, por lo tanto, tal vez inocentes; pero no tontos. Había razones para la esperanza.

John Carpenter era una de esas razones. Había llamado en 1976 la atención con Asalto a la comisaría del distrito 13, una revisión del Río Bravo de Howard Hawks en clave de cine negro ultraviolento (aquellos eran, también, los años felices de las bodas entre el cine moderno y el clásico) y dos años después dio la campanada -o tañido fúnebre- de Halloween, saludada con alborozo como una pieza más en la reinvención del cine de terror iniciada por George Romero y Tobe Hooper con La noche de los muertos vivientes (1968) y La matanza de Texas (1973). A partir de las semillas de Michael Powell y Hitchcock (El fotógrafo del pánico y Psicosis, ambas de 1960), radicalizadas por la bestial película de Hooper, Halloween consagró el slasher, subgénero terrorífico basado en el asesinato de adolescentes perpetrado por maníacos o monstruos, que consagraría poco después los éxitos de Viernes 13 (1980) o Pesadilla en Elm Street (1984) como uno de los filones favoritos de un público joven (que ya era el mayoritario, para desgracia del cine) muy distinto del ideologizado, cinéfilo y un tanto pedante, todo hay que decirlo, de los años 60. Tras Halloween la carrera de Carpenter siguió creciendo con La niebla (1980), 1997: rescate en Nueva York (1981) y La cosa (1982), para entrar en una larga etapa de altibajos de la que emergió, dañado, para ofrecer algunos títulos interesantes (En la boca del miedo, 1995, Vampiros, 1998, y Fantasmas de Marte, 2001).

Halloween tuvo siete secuelas y, para conmemorar su treinta aniversario, llega ahora la obligada precuela. La dirige Rob Zombie, criatura singular que se dedica al heavy metal y el cine. Lo primero es cierto en toda la ruidosa extensión de la palabra, como lo atestiguan su grupo White Zombie, su colaboración con Alice Cooper o su trayectoria en solitario; lo segundo depende de la buena voluntad del espectador. Como guionista y realizador debutó en 2003 con La casa de los 1000 cadáveres. Salvo para los fanáticos que, como él, se nutren sólo de subcultura (y no de la mejor), la aportación de Rob Zombie al cine es prescindible. Su decepcionante aproximación al miniclásico de Carpenter lo confirma.

Carpenter jugó al cine de género a partir de maestros indiscutibles (Hawks, Powell, Hitchock), de la modesta eficacia de la serie B de los 50, del brillo de las míticas series de televisión de fantasía y de referentes coetáneos de gran capacidad inventiva (Romero, Hooper) en un brillante momento del cine americano. Rob Zombie, por el contrario, se toma en serio el cine de género tras nutrirse de la cascarria que, desde los 80, desencadenaron (sin culpa por su parte) aquellas películas. Su precuela presenta al famoso e indestructible asesino en serie practicando su afición desde pequeñito. La gracia artesanal del original se ha evaporado, las alusiones se han convertido en evidencias, la crueldad se desborda y la sangre anega la pantalla. Los intentos de profundización social (el miserable marco de la infancia del asesino) o psicológica (los motivos que le llevan a matar) no hacen sino empeorar las cosas.

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