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La Moneta, una bailaora rotunda

Nos quedamos con la rotundidad y exactitud del baile de Fuensanta La Moneta; con su frescura y entrega apasionada; completa, sin fisuras. La obra, de tan íntima y simbólica, se pierde a veces en las entretelas de lo enigmático. De principio a fin, la bailaora ocupa el escenario, salvo un momento de vídeo casi al final de la función, sin dejar de bailar, sin dejar de trasmitir.

De entre la luna y los hombres es el título de un poema que se canta por tarantas y que, adaptado de Teresa Gómez, pretende resumir el sentido de todo el espectáculo. Una mujer con ella misma, y con sus sueños. Una mujer normal, una ama de casa con su camisón y su bata recogiendo una colada de sábanas blancas y pensando cómo sería su vida en otras circunstancias, con otras oportunidades. Y ella es la reina, es un hombre, una mujer de la vidaý Todo ello conducido a través de la música cuidada de Miguel Iglesias y con las letras de Teresa y Ángeles Mora, adaptadas para la ocasión por Eva Durán, cantaora en escena, con su voz dura y delicada. La dirección recae en Hansel Cereza, uno de los creadores de La Fura dels Baus, una apuesta segura. Raúl Comba, como productor y guionista, parece que quería decir más de lo que dice en realidad.

Comienza el espectáculo con Fuensanta entre sus trapos, quieta, cuando su imaginación comienza a desbordarse, mientras se escucha en off a Jaime el Parrón cantando a capela la vindicativa bulería de Luis de la Pica. Esas bulerías que grabara su hija, Marina Heredia, en su primer disco y uno de los temas que ha superado más íntegramente el paso del tiempo. La Moneta aborda sus primeros pasos descalza y con el camisón blanco, que sólo le abandonará en dos ocasiones. Con un soneto de Ángeles, tocado por malagueñas, comienzan las fantasías de esa mujer, que se calza con las generosas rondeñas y jaberas. Esa es una característica de toda la obra: los momentos se alargan en demasía, los actos no sorprenden de tan repetidos. Aunque la parquedad del escenario, la etérea penumbra y el blanco permanente, que incide en la propuesta onírica, que hasta los músicos parecen flotar en la nebulosa de los sueños, le imprimen a la función un marchamo de desnuda autenticidad.

El sueño se alegra con una guajira bailada con abanico y con gracia. Guajira que volverá más adelante, recordándonos el carácter cíclico de nuestras ensoñaciones. Como también regresará la taranta que le da nombre al espectáculo, cantada por Eva o solas en la boca del escenario. Es el tiempo necesario para que Fuensanta aparezca vestida de hombre, con traje de pantalón y chaqueta muy corta, que, cómo no, interpreta una farruca. Quisiera ser hombre sin dejar de ser mujer, quisiera ser libre sin dejar de ser mujer, "Escucha mi deseo".

Un solo de percusión da paso en ese momento a una coreografía virtual, donde aparecen dos imágenes proyectadas de La Moneta a ambos lados del escenario, donde se concentra todo el sentido de la obra. Las dos sentadas. En un extremo aparece una mujer inmóvil, achantada, hundida en su condición. En el otro, la misma mujer que quiere volar. Se levanta y zapatea. Quiere llamar la atención a su otra yo, pasiva y sumisa. Finalmente aparece la mujer real que sufre con la lucha de su conciencia. Pero el sueño sigue. La fantasía llega en forma de soleá y bulerías con una falda improvisada que se anuda a la cintura. Una de sus mejores entregas, igualada tan sólo por la seguiriya final. Un paño rojo que cae a la izquierda del escenario durante todo es espectáculo, ahora cobra protagonismo. Posiblemente viene a simbolizar el estigma que acompaña a toda mujer desde su nacimiento. De él surge Fuensanta, con una bata de cola del mismo rojo de su tormento, reencontrándose consigo misma, bailando las seguiriyas que nos desarman como Flor que se abre como una loba.

El fin es la mujer de rojo y, a sus espaldas, tres imágenes de ella misma proyectada viéndose en el abismo de su ropa recién recogida. El espectáculo ha terminado, pero el sueño se multiplica.

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