Hay mañanas impagables como las del este jueves de Premio Cervantes (¿por qué no se realizó el acto el día 23, como era preceptivo, porque ese día no se trabaja? ¿los cargos institucionales no deben trabajar los domingos? ¿es trabajo tener el privilegio de asistir a un acto de estas características?). Hay mañanas como aquella en la que Eduardo Mendoza asistió al ritual en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, como marca la tradición, en las que resulta un lujo ser teleadicto. Hay jornadas en las que, de verdad, no encuentra uno mejor acomodo posible que sentado frente a la pantalla.

Una pantalla sabia, culta, irónica, inteligente, repleta de humor fino y sofisticado, de buena educación y mejores gestos. Una pantalla, por otra parte, qué contrasentido, hacia la que muy pocos miraron. Porque hubiese sido hermoso ver a la gente corriente deshaciéndose de sus quehaceres cotidianos, como cuando va a dar inicio un partido de fútbol. "Tengo prisa. Que quiero escuchar a Mendoza". "Me voy corriendo, a ver si llego al principio de la entrega". Hubiese sido hermoso ver cómo los profesores paraban su actividad en los institutos conectándose al Paraninfo de Alcalá, que todos los funcionarios, desde sus mesas, hubiesen conectado sus pantallas con esa transmisión, auriculares en ristre para no perder ni una palabra. Y que los que estaban haciéndose el cafelito en los bares, también hubieran estado pendientes de sus dispositivos para concentrarse en esa hora de embeleso.

Pero no. Ni atisbo de los nueve millones que se congregan ante un partido de fútbol, ni los más de tres millones que asistieron al estreno de Supervivientes esa misma noche de jueves en Telecinco. El Premio Cervantes, completo, con sus 80 minutos de transmisión en directo, fue visto por apenas cuatro gatos. Y el mundo sigue girando.

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