E L último famoso realmente famoso fabricado a partir de sus apariciones televisivas ha sido el chef Alberto Chicote. Iracundo, algo brusco, sincero y un pelín chulesco de Chamberí, el cocinero de Pesadilla en la cocina, adaptación ibérica de Gordon Ramsay, se ha creado su propio personaje y sin haber partido desde un programa de masas se ha bordado una vitola de prestigio y cariño que se ha traducido en apariciones variopintas, una revista gastronómica con su apellido y el protagonismo de otros roles como el de encabezar Top Chef, donde no ha terminado de encontrar el tono necesario.

La fama de salir por los cristales le llegó al empapado madrileño entrado en los cuarenta, una edad donde los pajaritos ya han tomado el vuelo y se dosifican de otra forma las soberbias y las vanidades. Pesadilla en la cocina, por su parte, sufre en cada temporada la dificultad de crear sorpresas y entregas diferenciadas. Se suele depender del carácter y desastre de los asistidos que, recordemos, participan de forma voluntaria. El riesgo que tiene este programa es ir entrando en una espiral de malos rollos para mantener la llama de la complicidad con los espectadores y evitando caer caer en lo indigno. El equipo de Chicote hace bien su trabajo de redención y rehabilitación de los restaurantes que piden el salvavidas y el chef se implica consiguiendo el interés de la audiencia (Kike Sarasola este martes hará lo propio con los hoteles en un formato parecido para DMax).

En estos días han surgido un par de propietarias que aparecieron en la quinta temporada, quejándose del tratamiento recibido y sobre todo de la actitud de Chicote. Una de las quejicas fue la que dio por imposible el cocinero, con la aprobación de la plantilla del restaurante afectado, que ya estaban hasta el gorro (de cocina) de la dueña. Ahora surgen estas dos protestas, con tintes de rebelión y denuncia, que huelen a oportunismo y a cierta sospecha de coacción monetaria.

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