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De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, como la de nombrar una figura de consenso al frente de RTVE. Luis Fernández duró 2 años y 9 meses y su sucesor, el octogenario Alberto Oliart, 1 año y 8 meses. No aguantaron el ritmo y en el caso del primero, dio un portazo cuando Rodríguez Zapatero cambió la fórmula de financiación de la casa. Fernández podía haber sido un sagaz jefe de periodistas, pero como renovador de la televisión no hubiera sido muy brillante aunque hubiera agotado su mandato. En el caso de Oliart, su gestión tecnócrata era un aval que después no se reflejó en su labor en Prado del Rey donde se llegó a enfrentar hasta con las limpiadoras.

En el caso de Canal Sur la figura de consenso, Pablo Carrasco, llegó a aguantar 4 años y 4 meses, encarando tortazos desde todos los frentes, los sindicatos, la oposición y una consejera que se llamaba Susana Díaz. Su relevo, Joaquín Durán, iba a ser provisional y dentro de quince días le superará en tiempo de mandato al frente de la RTVA. Como ocurre a veces, lo provisional se hace eterno. Sin mucha justificación. Los partidos de nuestro parlamento son especialistas en ponerse de perfil.

En el Congreso de Madrid los perfiles se afilan y el desastre de credibilidad de RTVE ha venido bien para arrearle una pedrada al PP. Con la boquita pequeña los populares han aceptado la rectificación de la ley y meten a la corporación pública en el lío de hallar un nombre de consenso entre el pedrismo, Podemos y Ciudadanos. Pobre infeliz el que salga designado de ese consejo de administración elevado por concurso. El gestor de la cadena pública solía sufrir la presión de los suyos. Ahora las sufrirá, y a conciencia, de las de todos, porque todos los partidos se creen ahora dueños de TVE. Pablo Iglesias sonríe.

Como no tenemos que aflojar un canon directo los españoles nunca hemos tomado conciencia de que los dueños de la televisión pública somos nosotros: el público. Y no los políticos y sus intereses personales.

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