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Análisis

rogelio rodríguez

Dolencias que retrotraen los versos de Espronceda

La eclosión en Cataluña del independentismo más abominable, por desleal, embaucador y autoritario, se ha producido en un momento propicio para sus fines, según sus gurús: cuando distintas dolencias minan la salud del Estado de derecho. No es cuestión baladí. Muchos de los precipicios de la historia fueron valorados al principio como simples socavones. La Transición, tan denostada hoy por la nueva horda populista, trajo la Constitución de 1978 y, con ella, 40 años en los que, con dificultades, con traumas como el 23-F, y marcados por el atroz terrorismo de ETA, España subió a la grupa del progreso a través de la concordia, la descentralización, la integración en Europa y el desarrollo de las libertades. Unos años, aún cercanos, en los que, a pesar de los problemas que arañaban el tejido político y social, las grandes velas eran empujadas por el mismo viento a un destino compartido. Y para que eso se produjera fue determinante la confluencia de dirigentes capaces al frente de ideologías nítidas a izquierda y derecha. Salvo grupos residuales, todas las fuerzas coparticiparon en la construcción de un sistema democrático que, con imperfecciones, algunas quizás obligadas entonces, arrambló en tiempo récord el grueso de la dictadura y alumbró una época boyante.

Pero los autores de la reconstrucción dieron paso -también en Europa- a una nueva hornada de gobernantes todavía robustos, pero que pronto se acomodaron en la herencia y en el poder; y después vendrían otros, en su mayoría incapacitados para reparar los desperfectos y afrontar los cambios que requería la pura dinámica social. Desaparecido el centrismo, en gran medida aspirado por el PP, y diluida la izquierda eurocomunista, socialistas y populares han alternado una hegemonía con claros y oscuros que en los momentos frágiles -y menos frágiles- se sustentaba en los partidos nacionalistas. CiU y PNV rentabilizaron con voracidad su privilegiada posición como partidos bisagra. Arzalluz era el garbanzo en el zapato, pero Jordi Pujol, el ex honorable de un nacionalismo consecuente, nos engañó a todos, incluidos González, Aznar y el pueblo que lo votaba. La ceguera interesada de los gobiernos permitió la siembra de independentismo a manos llenas.

Las ubres de la Democracia enflaquecieron. El PSOE perdió el norte y a buena parte de su electorado y el PP, el pudor. Los partidos tradicionales, convertidos en aparatos oficinescos, entraron por su propio pie en la batidora del desprestigio. Los tapó la bonanza económica y los desvistió la crisis. Se multiplicaron los casos de corrupción, de los ERE a Gürtel, con una nomenclatura apabullante de ex altos cargos que ha alcanzado su mayor inri con la exposición ante los tribunales del partido en el Gobierno. Arribó el populismo. El agudo desafecto de la ciudadanía hacia una clase política abusiva e inoperante abrió la puerta de las urnas y de las instituciones, con cinco millones de votos, a una amalgama de variopintos pelajes ideológicos, aglutinados en la marca Podemos y encabezados por un tipo desastrado con incendiaria verborrea, Pablo Iglesias, que se prodiga contra la Monarquía parlamentaria, grita consignas alineado con los secesionistas y pactaría con los pobladores del infierno con tal de abrir un proceso constituyente ad hoc.

Es posible que, al margen de lo que resulte el 21-D, la asonada en Cataluña sirva para alertar de los graves peligros que regresan. Es probable que, como detectan las encuestas, de celebrarse ahora elecciones generales, los partidos que compadrean con el independentismo y reclaman la república pierdan representación, que el anfibológico PSOE de Sánchez recoja algunas migas, el ansioso Ciudadanos crezca y el PP de Gürtel mantenga el tipo, pero sólo sería una tregua. Si los golpistas, los embaucadores, los corruptos, los que violentan las instituciones democráticas y fraccionan la solidaridad y la convivencia, no son expulsados del sistema, si no se aborda la regeneración de la vida pública y se afianza la estructura del Estado, volverían a cobrar actualidad los dramáticos versos de José de Espronceda, que, además de escritor romántico, fue un liberal revolucionario y miembro del Partido Progresista: "Oigo, patria, tu aflicción, y no entiendo por qué callas, viendo a traidores canallas, despedazar la nación". Recordado sea, sin ánimo catastrofista.

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