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Tres horas. Demasiado largo para tanto contoneo. Muchos concursantes, un jurado como obligado a alargar sus almohadillados comentarios y un concursante, portada de revista, bien puntuado, para adobar a la audiencia familiar. Bustamante triunfa ahora con la cadera para vender exclusivas. La 1 con Bailando con las estrellas busca de nuevo ese "gran espectáculo" que a estas alturas rechina. El formato de bailarines famosos (y acompañantes con potencial de popularidad) suena a década pasada y a un contenido que no es precisamente necesario. Que OT fuera respaldado por los menores de treinta años no obliga a rescatar toda la parrilla de 2006. TVE no debería seguir jugando a cadena privada a estas alturas del partido. Además de series el prime time de La 1 debería contar con más propuestas de actualidad (reportajes y formatos en directo) e incluso alguna propuesta imaginativa que abordara la cultura, que es la coartada de tanto tostón que se resguarda por La 2 de Sempere.

Y hablábamos de Bailando con las estrellas, calificación donde entran influencers, cantantes con carreras por reorientar, piragüistas con aspiraciones de modelo y buenos tipos como El Hombre de Negro, que tendrá que hacerse un autoexperimento de vanguardia para no ser el primer expulsado.

En este formato de Gestmusic, factoría de los entretenimientos con más focos del país, se amontona mucha gente y Roberto Leal tiene que manejar el timón entre ese océano de ingredientes con escaso engarce. El talent irá funcionado porque garantiza un público fiel que irá conectando en principio con sus rostros más conocidos hasta empatizar con el resto.

El jurado tiene la tarea de no perderse por tantas digresiones y los participantes por mejorar y no ponérselo en bandeja a Bustamante y su acompañante. Hay concursantes con su punto de heterodoxia, como Rossy de Palma, que parece un personaje de ficción, y otros tienen un exceso vitamínico, como Guillén Cuervo. Hay que tener valor para aguantar tres horas de salón.

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