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En enero de 1818 un grupo de jóvenes se reunió en Ginebra alrededor de los poetas Lord Byron y Percy Bysshe Shelley, para escribir historias de terror. Una de ellas, esposa de Shelley, Mary Shelley, concibió una de las novelas -a la vez fábula y alegoría-, que más repercusión han tenido en estos dos siglos. Mary tenía 18 años cuando empezó a escribirla dos años antes, y era ya madre. Pese a la truculencia de la trama, es una obra de ambición intelectual, con interpretaciones políticas y morales contradictorias -como la revolución francesa destruyendo a sus propios creadores, o la concepción, educación, y pérdida de los hijos-, que le venía de sus padres, el influyente filósofo social William Godwin, y de su madre, Mary Wollstonecraft, pionera en la defensa de los derechos de las mujeres. Puede decirse que Frankenstein es, por encima de todo, una obra sobre ética.

La tecnología de la electricidad y el galvanismo están presentes cuando Mary Shelley escribe el libro, que ha influido desde entonces en la interpretación de la libertad, el progreso, y las consecuencias de la creación científica. El arrepentimiento del doctor Frankenstein por lo que había hecho, se ha comparado con el de los científicos que dieron cuerpo a la bomba nuclear; y a otros hechos, científicos o no, como la metáfora de Elizabeth Young cuando muestra cómo está secularmente presente la historia de Frankenstein en Estados Unidos, en relación con la monstruosidad de la esclavitud que deriva en un problema racial que no encuentra reaparación. En economía tenemos también perversiones monstruosas en algunos productos derivados, que reforzaron la crisis financiera, y hoy vuelven a estar de nuevo entre nosotros, junto con los bitcoin y blockchain -conceptos que se utilizan de manera indiscriminada-, al igual que muchas de las llamadas inversiones inmobiliarias, con sus tecnologías financieras, contables, y de gestión, y celebradas como un éxito, pero que en buena parte no es más que un movimiento especulativo, cuya aportación al bienestar social es igual a que se emplearan todos esos recursos en los casinos. Tenemos también el sinsentido en que se ha convertido la tecnología de las redes sociales, que puede considerarse un prodigio, o una pesadilla. "Frankenstein, a los doscientos", podría llevar como subtítulo: "Nuestros monstruos modernos".

Aunque la imagen popular del monstruo, que nos ha llegado a través de las películas, es la de un ser torpe en su movilidad y su razonamiento, en el libro es un personaje cultivado. Sin embargo, el conocimiento le lleva a la crítica social, y al desprecio de los humanos y de sí mismo. En su desesperación, sus sentimientos se vuelven contra su creador, el doctor Frankenstein, que ni siquiera ha sido capaz de darle un nombre a su criatura. Es un recién nacido abandonado, que sale al mundo sin unos principios, sin una estructura ética de comportamiento. Tomo las palabras que recoge un articulista anónimo de The Economist para describir este desamparo moral, cuando la criatura dice: "Yo era benevolente y bueno -se queja patéticamente a Frankenstein-, pero el sufrimiento me ha hecho cruel. Hazme feliz, y volveré a ser virtuoso".

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