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Eduardo Florido

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Iborra y la inteligencia emocional del Sevilla

En el gesto de darle el brazalete al valenciano hay mucho de lo que se necesitan roles así

Cuentan los que volvieron en el vuelo de Hamburgo en la pretemporada del Sevilla que la vieja guardia se meneaba en los sillones mascullando en arameo por el traspaso al Schalke 04 de Coke. El Sevilla perdía algo de ese espíritu combativo que ha sacado en tantos campos de batalla, lo mismo en una final europea que en un derbi, cuando se ve contra las cuerdas. Un espíritu que tiene mucho de tribu que va a la guerra unida, con mujeres y niños.

Esa misma vieja guardia volvió a rebelarse cuando Iborra tuvo no un pie, sino los dos en Sunderland. El desembarco del exquisito fútbol de posesión de Sampaoli podía dejar en la orilla a uno de los capitanes de la nave. Y casi todo el mundo vio lógico que Iborra se acomodase a un fútbol más afín a su físico. Menos el propio Iborra... y la vieja guardia. Contra la lógica, la verdad de la familia, que es distinta a las demás verdades.

Luego sucedió que Iborra fue adaptándose al fútbol de Sampaoli como antes lo hizo al de Emery. Llegó como un medio centro de contención con calidad, se transformó en un mediapunta con físico, llegada y gol y ha vuelto a ser un mediocampista con toque y todas las anteriores características, en un crisol difícilmente igualable. Pero, por encima de todas esas cualidades futbolísticas y de esa evolución, lo que ha convertido a Iborra en un héroe en el amplio Olimpo de Nervión es la determinación para ponerse el brazalete y guiar a la tribu al triunfo.

Iborra despreció una saca de libras esterlinas por varias cuestiones, entre las que no debe obviarse que el Sevilla se quedaba sin cupo de españoles. Por suerte, el club tuvo que seguir contando con un hombre que, llegado desde levante, como otros capitanes históricos (David, Martí, Javi Navarro o Palop), asimiló la inteligencia emocional del equipo al que sirve, su espíritu de rebeldía, su lucha contra la lógica, y la enriqueció. Sampaoli debe ponerle un monumento. Y Monchi, otro.

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