La sinceridad del otro miércoles estaba en la casa del futbolista Joaquín, ya lo decíamos el otro día, en el más fresco y divertido programa que ha hecho hasta ahora Bertín en Telecinco. Con Rappel ya cayó por los abismos, como le gusta a su actual empresa.

En esa misma noche bética (y sevillista en la Champions) la frescura y la sinceridad también debían de cobijarse en los Gipsy Kings de Cuatro. Pero ya no tanto. Sus protagonistas cada vez son más kings (porque gipsys los serán siempre) y cada vez más se troquela todo lo que hacen ante las cámaras. Aunque no quieran, todos tienen ya moditos monárquicos.

Se supone que ya está superado el debate sobre si este falso documental es una caricatura forzada que deja mal a todos los gitanos. No, esto es sólo entretenimiento tróspido, y no se traza como un agravio racista o clasista, aunque alguna veces la narración se columpie al filo. Sus participantes están ahí encantados con verse como creen que son y sospechamos que casi toda su audiencia fiel los quiere. Hay protagonistas muy trabajadores y creativos; otros se guían por sus limitadas experiencias en la vida y de algún participante nos olemos que puede acabar recalando en la crónica más oscura.

Los Gipsy Kings es una telecomedia. Sin los diálogos escritos. Pero sí con guión. Cada vez más se parecen (con toda la intención) a los personajes de los tebeos de Bruguera, con unas ocurrencias que ya no son espontáneas: todos parecen estar mirando de reojo al objetivo y así se pierde la sorpresa originaria. El factual de Cuatro, que disipa ya todo carácter antropológico (misión didáctica que realmente nunca tuvo), cuenta con un público juvenil que antes lo tenía más fácil los domingos , a una hora algo más temprana. Aguantar el sueño para seguir a la Rebe, la queen de este programa, es ahora más difícil.

Este espacio no es una afrenta. Ni tampoco una redención social. Es una estridencia tallada por las cámaras.

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