Estremece pensar que de aquella primera noche en la que entraron los concursantes de Gran Hermano han pasado 18 años. El proyecto y el casting se lanzaron a las puertas del nuevo siglo. Aunque finalmente el experimento arrancó un 23 de abril, día del Libro para más señas. Recuerdo perfectamente dónde viví aquella experiencia. Fue en tierras almerienses, en Garrucha, de visita a mi amigo cordobés Juan Antonio Gavilán, que había conseguido su primer destino como profesor interino.

Por aquel entonces ni siquiera habían nacido, o todavía paseaban en el carrito del bebé muchos de los que ahora se presentan con afán al casting o siguen el programa, a través de las redes sociales, con deleite. Para mí que el mundo ha empeorado desde entonces. Creo que estamos más inseguros y somos más incultos. Que vayan a proteger los bajos de la Torre Eiffel con un muro de cristal acorazado que cuesta una millonada simboliza muy bien todo lo que nos espera. Y no es que me parezca mal todo lo invertido en seguridad, pero cada vez que veo a nuestros defensores públicos empuñando un arma en una estación de tren imagino qué dineral nos estará costando hacer frente al estado de alerta, y cuánto podría hacerse en materia cultural con semejante asignación. Puede que en Francia o Alemania, con el nivel cultural ostensiblemente más asentado no se note tanto, pero aquí, con tanto por hacer, no hay día que la situación no me duela como una lumbalgia crónica.

¿Gran Hermano Revolution? Me quedo con la puesta en escena. Con la iluminación. Qué maravillas podrían hacer los escenógrafos con todos esos medios invertidos con otro fin. La multitud que moría por entrar en la casa refleja muy bien eso que llamamos entre nosotros como "la calle". Y sí, es como para salir corriendo y no parar hasta que te veas lejos de todo ésto. Si es posible.

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