Lo definía bien un oficial de Policía en estas páginas el pasado sábado. Es un miedo abstracto el de la bulla. Existe sin necesidad de amenazas inmediatas, pero, habría que añadir, se compone de recuerdos concretos, de noticias reiteradas en los medios y de una cierta sensación de impotencia ante esos posibles riesgos desconocidos. Ciertamente, el miedo indeterminado es el catalizador para que un mínimo suceso convierta a la bulla en masa, de modo que ese todo orgánico que se mueve armoniosamente por la ciudad pierda sus reglas y actúe de modo incontrolado y peligroso.

Venimos de una época en la que las sociedades occidentales se sentían cada vez más al resguardo de epidemias, de guerras o de otro tipo de ataques humanos -el terrorismo no había alcanzado aún el escalón de fenómeno de masas-. Creíamos tener derecho a una seguridad absoluta, lo que no deja de ser una utopía, y en pocos años nos hemos percatado de que el hombre no puede prevenir cualquier amenaza, de que existen bacterias resistentes y enemigos internos y externos, fortalecidos y amparados por una red de comunicaciones que nos beneficia a todos. Y luego está el efecto devastador de la propia masa descontrolada. Si las arquetas que explotaron en Cuna hubieran estallado a las cuatro de la madrugada del próximo viernes, muy posiblemente la reacción de la bulla, hecha masa, habría generado consecuencias más graves que las que produjeron los acontecimientos del pasado año.

No podemos evitar todos los riesgos, pero es posible minimizar los que dependen de nosotros, apelando a la prudencia a la hora de planificar horarios e itinerarios y tomando las medidas pertinentes por traumáticas que puedan parecer. Conviene también impedir conductas que pongan al público y a los cortejos en situaciones de peligro, obedecer a la autoridad y reprobar con firmeza a quienes no respetan los sentimientos religiosos de los demás o simplemente no se conducen conforme a las mínimas reglas que dicta la urbanidad.

Para vencer el miedo abstracto poco se puede hacer más allá de asumir la finitud del ser humano y aprender a convivir con ella, a lo que ayuda la fe, sin duda. Otra receta no tengo.

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