Análisis

rogelio rodríguez

El antiespañolismo ignora el 155

El vendaval de preocupación que azotó España en la madrugada del pasado 8 de septiembre, cuando el Parlamento de Cataluña aprobó con alevosía la ley de fundación de la república y de transitoriedad, se tornó en huracán con la parodia del referéndum del 1-O, traducido días después en una declaración golpista contra la Constitución y contra su propio Estatut. Estos hechos tan lamentables han marcado el paso a un país que palpa con espanto el deterioro del régimen nacido en 1978. La reacción tardía y flácida de las fuerzas del Estado de Derecho, encabezadas por un Gobierno timorato, frente a la ofensiva tribal de un nacionalismo desalmado, ha descubierto espacios de aluminosis en nuestro sistema democrático. Y no sólo por la grave acción delictiva del pelotón de conspiradores que gobernaban las instituciones catalanas o por el creciente acoso de una izquierda travestida en un conglomerado de grupos antisistema, sino también por la inacción de los grandes partidos tradicionales, sumidos en casos de corrupción y carentes de liderazgos que aporten coherencia y confianza. Sólo cuando el Rey tocó a rebato con ejemplar firmeza se produjo un cierre de filas constitucionalistas en torno al artículo 155, aunque unos tapándose la nariz, otros, los ojos y, algunos, nariz y ojos a la vez.

El conflicto catalán no está resuelto. Bien es cierto que los dirigentes de la rebelión han sido desalojados del poder institucional y varios están en la cárcel; el mascarón de proa de la asonada, el ex presidente Puigdemont, trafica en Bruselas como un remedo de bufón shakesperiano; los partidos nacionalistas mantienen disputas, sufren fugas de candidatos y no han conformado una alternativa unitaria (oligarcas e izquierdistas de cuño anarquista se necesitan tanto como se desprecian); destacados cabecillas, como la camaleónica alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, se descuelga del fracaso independentista; la presidenta del Parlament, Carmen Forcadell, evita por ahora la prisión tras acatar ante el juez el artículo 155 y decir que la declaración de independencia fue un "acto simbólico", tan simbólico como su candidatura en ERC a las órdenes de Junqueras; los cerebros que manejan las movilizaciones ciudadanas han cambiado las consignas de independencia por el mendaz eslogan de "libertad para los presos políticos"...

Todo eso y algo más, como el hecho de que dos de cada tres catalanes no vean posible la secesión, incita a creer que el movimiento separatista está en declive, que las medidas adoptadas por el Gobierno, tímidas en su desarrollo, y complementadas por una Justicia con dobleces, pueden revertir la situación. Y no son pocos los predicadores que auguran un tiempo nuevo de diálogo para la reubicación de Cataluña en la estructura del Estado, lo cual puede interpretarse de varias maneras y ninguna de ellas agradable para el resto de las comunidades y para cuantos defienden que la reforma del marco constitucional no puede estar supeditada a las espurias exigencias de quienes han querido destruirlo.

No, el secesionismo no ha claudicado, aunque sus líderes estuvieran en presidio o, como sería ya propio, inhabilitados. El separatismo responde a un punzante sentimiento antiespañol cultivado durante años en la impunidad, a través de la educación, la cultura, la política y hasta por un sector del empresariado. Hay contenida esperanza en que las urnas del 21-D gratifiquen a los partidos constitucionalistas, pero aún en el supuesto de que los votos del PP, PSOE y Ciudadanos permitiera desbancar al nacionalismo, mucho tendrían que cambiar populares y socialistas, no ya para compartir responsabilidades de Gobierno, sino para consensuar políticas de fondo que limpien las instituciones y, a largo plazo, saneen el tejido social pasto del virus secesionista. Proliferan las vacilaciones.

La ciudadanía que defiende la unidad frente a los golpistas entiende muy mal cuanto sucede estos turbios días, no capta, por ejemplo, el motivo por el que no existe la inhabilitación política cautelar, ni comprende que los medios de comunicación dependientes de la Generalitat continúen al servicio de los insurrectos. La relajación del Estado en asuntos con los que no caben titubeos nos debilita a todos. El recelo y el cansancio conllevan resultados electorales que parecían improbables. El 21-D todo es posible.

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