TIEMPO El tiempo en Sevilla pega un giro radical y vuelve a traer lluvias

La vieja aspiración de una Europa unida no sólo no avanza, sino que parece retroceder, lastrada por el auge de un populismo radical y oportunista con el euroescepticismo y la crisis de liderazgo. La realidad es que nunca fue concebido como un proyecto susceptible de engendrar un liderazgo tan potente como para aglutinar a todos los socios bajo un mismo impulso y dirección. Más bien todo lo contrario, pese al riesgo de tensiones políticas como las que efectivamente han ocurrido, que alimentan el desacuerdo, la fragmentación y los obstáculos.

También en España son perceptibles las señales de aluminosis institucional por la acción erosiva de los nacionalismos excluyentes del norte y del formidable aliado que encuentran en las acciones coordinadas de protesta callejera, sospechosas en algunos acasos de estar más interesadas en objetivos de desgaste y desestabilización, que en resolver problemas reales. Algo parecido ocurre en Italia y en Bélgica, aunque con menor presión que en las calderas españolas, mientras que en el Reino Unido, Alemania, Polonia o Hungría también crece la disconformidad con el modelo político y social europeo y resucitan el fantasma de la división y el enfrentamiento.

Putín, Erdogan o Xi Jinping encarnan la figura del líder fuerte, infalible y protector que, en mi opinión, o quizá en mi deseo, no tiene mucho recorrido en estos tiempos. Duerme tranquilo, que yo me encargo de defenderte de los que, casi siempre desde fuera, amenazan tu seguridad y tus intereses. El propio Trump y algunos otros, con bastante menor habilidad, como Maduro, engrosarían una lista de liderazgos trasnochados que no encajan con los flujos de información completa y en tiempo real a través de redes sociales y medios digitales. El líder que se busca ha de ser inteligente y con capacidad de ilusionar, por supuesto, pero también con un sentido renovado de la ética, la transparencia y la responsabilidad.

Se trata de trasladar a la política la idea de responsabilidad social corporativa que se instaló en Europa a finales del pasado siglo, según la cual los dirigentes empresariales deben comprometerse con la creación de empleo, el bienestar de los trabajadores, la cohesión social y el medio ambiente. Hasta entonces se aceptaba que la responsabilidad básica del directivo era la defensa del interés de los accionistas, en muchos casos limitado a maximizar el beneficio a corto plazo.

A la empresa del siglo XXI se le pide también compromiso y utilidad social, lo que implica una transformación radical del liderazgo empresarial. Las compensaciones en forma de capital a directivos aumentan frente a las salariales y no sólo rinden cuentas frente a accionistas y eventuales inversores a corto plazo, sino también frente a sus trabajadores y al conjunto de la sociedad. Si llevamos este principio al mundo de la política, sus implicaciones serían importantes.

Supondría, por ejemplo, que el líder político debe asumir su responsabilidad ante el conjunto de la sociedad y que la pretensión de eludirla recabando el apoyo de las bases de su partido, el equivalente a los accionistas en una empresa, deja fisuras morales impropias de los tiempos que corren.

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