Hace cuatro años escribí en este mismo periódico (La pataleta catalana) que la charlatanería de la época de Artur Mas me recordaba al insoportable niño hispánico de los cuentos de Asterix, cuyas pataletas consistían en dejar de respirar. Por entonces sonaba a estrafalario, pero debió enraizar con fuerza porque ya es media Cataluña la que está con pataletas similares. Los niños la utilizan como chantaje emocional para la afirmación de su egocentrismo, es decir, de su autoproclamación como centro del mundo, y socavar la autoridad paterna. El problema, en el caso del niño hispánico, era que los atribulados padres terminaban cediendo y aceptando soluciones aparentemente irracionales, que alimentaba una actitud cada vez más egoísta, nuevas pataletas y terminaba por crear un entorno de convivencia insoportable.

No hay, sin embargo, irracionalidad en la elección consciente de opciones desfavorables o erróneas. Cuando la situación se convierte en insoportable y aumenta el riesgo de perjuicios individuales o colectivos, resulta comprensible una cierta infravaloración del coste a largo plazo de las decisiones equivocadas. Incluso la elección de la peor opción puede ser racional, bajo determinadas circunstancias. Pensemos en los nazis o en el terrorista perfectamente consciente de la maldad de su acción, pero que adecuadamente adoctrinado en las escuelas y manipulada su conciencia por la propaganda, puede utilizar la razón, por ejemplo, la promesa del paraíso, para sustituir una emoción por otra y justificar el crimen. Cuando se enfrentan la razón y las emociones, es habitual sean estas últimas las que se impongan. Incluso en un terreno tan propicio para ellas, como el amor, es fácil encontrar ejemplos de matrimonios de conveniencia. Bastaría con echar un vistazo a la historia de las bodas reales, aunque en nuestro caso podamos regocijarnos de que la actual monarquía española ofrece una evidencia palmaria de que ambas circunstancias, razón y emociones, pueden resultar bastante más compatible de lo que se presupone.

Es poco probable, sin embargo, que la razón consiga infiltrarse entre la maraña de emociones enfrentadas en torno al referéndum independentista en Cataluña y mucho menos que pueda contribuir significativamente a la resolución final del conflicto. Los actores principales, por el momento, son las pasiones y las normas, y ninguna de los dos son necesariamente racionales. En el caso de las pasiones por su propia naturaleza, pero también en el de las normas. Por un lado, porque la norma es impuesta por una mayoría que obviamente no tiene el monopolio de la razón, pero sobre todo porque propone una única vía genérica de solución de conflictos, descartando cualquier otra alternativa que, al menos en casos concretos, podría resultar la opción más favorable.

No hay, por tanto, demasiado espacio para la razón en la resolución del conflicto catalán, pero tendrá que aparecer en algún momento. El paso del tiempo debilita el juego de las pasiones y el victimismo y refuerza el sentido de la razón frente a una demanda insaciable de privilegios que sólo puede conducir al desmoronamiento de la convivencia.

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