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Análisis

rogelio rodríguez

La murga del fugitivo

La tramoya soberanista improvisa poco y genera cortocircuitos institucionales

Pocas cosas hay tan cansinas y molestas como tener que escuchar cada día el nombre de personas que nos resultan desagradables. Puigdemont -y alguno más- se ha convertido en un suplicio para más de 40 millones de españoles que, de buena gana, lo borrarían de su vida cotidiana o, como propone el veterano ex presidente extremeño Rodríguez Ibarra, lo silenciarían en todos los medios informativos. Dicho en bruto, no es mala idea si no fuera porque el personaje en cuestión, elegido baluarte del independentismo catalán, protagoniza a diario episodios que oscilan entre el esperpento y el drama y que, paradójicamente, repercuten en la situación política y jurídica de un país incrédulo y consentido, que ya Machado poetizara de charanga y pandereta.

Nunca pensó el estoico Rajoy que un tipo como Puigdemont fuera a causarle más jaquecas que el conjunto de la oposición y que hasta podría darse la circunstancia de que una acción maquiavélica del fugitivo acortara su estancia en La Moncloa. ¿Qué ocurriría si el ex honorable burlara los controles y se personara en la sesión plenaria del Parlament? Sólo insinuarlo rechina insensatez, y sin duda irritará al CNI, pero dice el afamado novelista de terror Stephen King que "a veces la vida escupe coincidencias que ningún escritor de ficción se atrevería a copiar". Nada de cuanto ocurre desde el inicio del procés es ficción y, sin embargo, cada telediario informa de hechos inconcebibles. La impericia de nuestros gobernantes ha supuesto en no pocas ocasiones un gran hándicap a los servicios de Inteligencia. También a la propia Justicia, sin considerar que, como en el caso que nos ocupa, la judicialización del asunto no exonera de responsabilidades políticas.

La tramoya urdida por el soberanismo tiene poco de improvisación, y aunque la tuviera es preciso considerar a sus ideólogos, que no en vano logran enturbiar la causa y generar cortocircuitos institucionales, como los ocurridos entre la Fiscalía y el Supremo, a sabiendas de que no existe resquicio legal para que el ex president recupere de facto el cargo. Los independentistas tienen asumido que, de celebrarse la investidura en los términos que pretenden, el Gobierno impugnará la votación y el Constitucional anulará la proclama, por lo que todo indica que actuarán en el tiempo de descuento para que las medidas del Ejecutivo y del TC lleguen una vez consumada la votación de investidura. El elegido no podría tomar posesión, pero los soberanistas, ataviados de victimismo, izarían la bandera de la legitimidad. Caben varias opciones. Las más grotescas serían que un candidato títere ocupara la Presidencia a las órdenes del exiliado o que el electo se entregara y gobernara desde la cárcel.

Y hay quien cree que, agotada la función del chufletero, los patronos del PDeCAT y ERC descubrirán al tapado o tapada que empuñará el timón de la Generalitat con -eso sí- el cuaderno de bitácora previamente escrito. No parece que a la maquinaria secesionista le falte grasa ni repuestos.

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