Análisis

Manuel j. lombardo

'La peste': crónica de una decepción no anunciada

'La peste ' se espesa en una temporalidad indefinida, sin verdadero sentido del suspense

Lo menos que se le debe exigir a una miniserie de televisión de seis episodios con un presupuesto de 10 millones de euros, el más alto con el que jamás ha contado una producción de estas características en España, es que sea realista. Y de hecho, el realismo (un realismo de ambientación de época, se entiende) ha sido el principal reclamo promocional de una serie destinada, desde el momento en que Movistar + le dio luz verde, a hacer historia con mayúsculas en la televisión nacional.

Ideada y escrita por Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, y dirigida por el primero y Paco R. Baños, La Peste se trabaja ese realismo desde el cuidado por el más mínimo detalle visual, escenográfico, de localizaciones (con sus retoques digitales), vestuario, maquillaje, peluquería o atrezzo casi en el límite de lo obsesivo (no son pocos los planos cortos o diálogos encargados de subrayarlo), a lo que se añade un ajustado reparto coral de rostros creíbles (especialmente la pareja protagonista que encarnan Pablo Molinero y Sergio Castellanos) y una no menos deslumbrante labor de fotografía de Pau Esteve que disuelve los numerosos referentes pictóricos en un tratamiento lumínico tenebrista y fluido inédito en una producción televisiva española.

Hasta ahí, nada que reprochar, tal vez algunos explícitos excesos de crueldad, escabrosidad (llagas, pústulas, heridas, apéndices mutilados, gusanos…) y dosis de sexo (femenino) al más puro estilo HBO en su recreación de los usos, abusos y costumbres en la Sevilla apestada del XVI, una ciudad de callejones, barro, charcos y mazmorras subterráneas que, de poder hacerlo, olería a podrido desde la pantalla.

Otra cosa es ya el tono dramático, la trama algo confusa y los personajes poco carismáticos con los que Rodríguez y Cobos pretenden, como tanto se ha insistido, hacer un fresco de la ciudad y llevarnos de la mano por esta Sevilla de mediados del XVI (de la que rápidamente se han apropiado los turoperadores de turno): puerta del Nuevo Mundo, pasarela de sueños y miserias que, bajo la atenta vigilancia de los mercaderes y la Santa Inquisición, aspira a proyectarse en un presente donde aún mandan, como alguna frase también se encarga de recordarnos didácticamente, los apellidos y la posición social mucho más incluso que el dinero.

El tono elegido se aleja de la picaresca (todo aquí es pesadamente dramático) para adoptar, como esa música-colchón extemporánea y machacona de Julio de la Rosa se encarga de pautar, las notas de la solemnidad y la trascendencia, un peso de plomo, con evidentes pretensiones filosófico-sociológicas, que lastra en buena medida el despegue, el despliegue y el interés de una trama detectivesca que tiende a dar vueltas sobre sí misma en la investigación de una serie de crímenes en las altas esferas de la sociedad que discurren en paralelo a la epidemia de peste que deja centenares de cadáveres entre las clases más desfavorecidas.

Solemnidad, trascendencia y pretensiones de hacer pasar por más serio, profundo e importante, conectado incluso con la actualidad en sus apuntes sobre la corrupción eclesiástica o los insalvables obstáculos para el empoderamiento femenino (en lo que se antoja una operación artificial y políticamente correcta), un material que, a la postre, no deja de presentarse como una morosa versión local y a ras de calle de aquellas aventuras cultistas en pareja que urdieran Eco y Annaud en El nombre de la rosa.

La Peste se espesa así en una temporalidad indefinida y estancada, sin verdadero sentido del suspense, sin suscitar identificaciones, sin apenas emoción, y no parece que fuera esa la intención. Sobre sus logros de fidelidad histórica, diseño de producción y dirección artística se cierne una palpable falta de ritmo narrativo, una abundancia de explicaciones dialogadas, un escaso sentido de esa serialidad esencial del formato que, en un producto de seis episodios, debería llevarnos de uno a otro con la sensación de una cierta progresión y ganas de más, y no, como así sucede, de circularidad cansina y autocomplaciente.

En todo caso, como ocurre siempre con las series de televisión, será la audiencia y no la crítica la que dictamine si quiere saber más de estos personajes y sus aventuras existenciales o de la Sevilla de aquella época. Lo sabremos pronto.

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