Mariano Rajoy imaginaba una legislatura en forma de balsa de aceite similar a esa "extraordinaria placidez" del franquismo que glosó con facundia soez don Jaime Mayor Oreja. Dicho sea en cuanto a las turbulencias que pudieran importunarle ante la división de los dos polos de la izquierda, derretidos en un mutuo resentimiento que ambos se ganaron a pulso al ponerse verdes y zancadillas sin ton ni son.

Hasta que la sopa boba de una devoción electoral hacia el PP que se come sus decenas de casos de corrupción cual monstruo de las galletas (sin inmutarse) se quedó helada con la victoria de Sánchez en las primarias, todo un pingüino en el ascensor hacia la consolidación de la recuperación. Ese milagro que se traduce, por ejemplo, en que un tercio de contratos firmados en mayo no superaron las dos semanas de duración.

Un pingüino que ayer fue repartiendo saluditos en una fría reunión con el Grupo Socialista del Congreso tras su resucitar. Y presuntamente por sana cortesía, quizá por mala leche, fue estrechando manos y repartiendo besitos entre sus diputados. Uno a uno. Lo que tiene miga a la vista de que sólo 15 de sus 83 señorías le fueron fieles cuando la abstención engulló al no es no y el oso de Rajoy se abrazó a La Moncloa.

La estampa más pintoresca del entrañable reencuentro fue la del abrazo con Antonio Hernando, que resoplaba tras el mal trago y que nada tiene que envidiar a Messi en cuanto a capacidad de regate, ver portería o defender su posición. La de portavoz. Todo un campeón capaz de mantener una cosa y luego la contraria como si nada.

Mejorar es cambiar. Y ser perfecto es cambiar a menudo. Franca y cínicamente, hay mimbres: Pablo Iglesias, que ahora se pone razonable y chaqueta. Rivera, que se la cambia como si nada. Y el pingüino, que puede mutar en Yeti y dejar helados a esos ocho millones de españoles que siguen al viejo oso polarizador.