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José Aguilar

Agosto de miedo y cólera

LLEGA agosto. Un mes que tradicionalmente traía una tregua en casi todo y en que el tiempo se demoraba, pero que ya no es sinónimo de tregua ni de paréntesis. En agosto de 2011 Zapatero y Rajoy, urgidos por las turbulencias financieras, cambiaron la Constitución en un pispás. Prever qué nos pasará este mes no está al alcance ni de los augures más osados.

Llega agosto y lo más relevante del panorama político es que la desafección ciudadana ante los políticos se ha transformado en irritación y malestar explícito. Las encuestas dan fe de que ningún gobierno ha ganado tanta impopularidad en tan poco tiempo como el actual y de que ninguna mayoría absoluta ha garantizado nunca menos estabilidad que la que ostenta el PP desde noviembre.

Hay más: jamás se ha perdido el respeto a los gobernantes con la intensidad y la generalidad que ahora. Ministros, consejeros y alcaldes se ven obligados a abandonar restaurantes, terrazas y otros lugares públicos cuando, al ser reconocidos, sufren las iras populares en forma de improperios, insultos y comentarios airados. Sin distinción de partidos, identidad, duración en el cargo o nivel de responsabilidad. Todos entran en el mismo saco, el saco en el que se amontonan las culpas que se les atribuyen. Las tres básicas: son ellos los que nos han conducido a la situación en la que estamos, no son capaces de sacarnos de ella y no comparten los sacrificios que imponen a los demás. Hay una notoria injusticia en cada una de estas tres acusaciones, por indiscriminadas y por simplificadoras. Pero han cuajado como signos definitorios del estado de ánimo colectivo. No existe antídoto contra esa impresión a corto plazo.

Se da también una sensación de desconcierto. Parece desconcertado Rajoy, perplejo porque ha dado la vuelta como un calcetín a todo lo que prometió en su programa electoral y ha hecho todo lo que cree que los mercados y los socios europeos le exigían hacer, pero no consigue que ajustes, reformas y recortes mejoren el estado de las cosas. Lo parece Rubalcaba, rehén del pasado, dudando siempre dónde situar la raya divisoria entre desgastar al Gobierno y corresponsabilizarse de la suerte del país. Rajoy pierde votos por un tubo y Rubalcaba apenas los gana. Se admiten debates y comparaciones sobre cuál de los dos ha envejecido más en estos siete meses, cuál presenta las ojeras más pronunciadas y cuál padece más la incomprensión de la gente común, que, a diferencia de otras épocas, ahora es casi toda la gente. Apenas quedan excepciones en esta vorágine de descontento, desafección, miedo y cólera. La política vive sus horas más bajas desde que en España existe democracia.

Hasta septiembre.

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