TIEMPO El tiempo en Sevilla pega un giro radical y vuelve a traer lluvias

A contraluz

Joaquín / Rodríguez / Mateos

Alberto

HECHO en falta hoy -escribo esto ayer martes- una cara conocida en ese escaparate de rostros que anuncia a los que, modesta y atrevidamente, nos dejamos oír desde hoy a lo largo de la Cuaresma en estas páginas de Diario de Sevilla. Pues hoy es Miércoles de Ceniza, y Alberto ya no está ahí. Se fue como era él, sin alharacas ni protagonismos, con la austeridad de quien hacía de su ruán negro ley de vida. Siempre por el camino más corto a la verdad, y sin hablar de más que de la hermosura, que tanto sabía disfrutar.

Alberto Fernández Bañuls no era nadie en el mundo de las cofradías: no era miembro de ninguna Junta de Gobierno, rehuía las reuniones de conspicuos y nunca llegó a ser pregonero, aunque le sobraba talla para semejante menester, viendo lo visto. Tal vez por eso era mayordomo de la autenticidad y prioste de la palabra. Porque su Semana Santa era ante todo un verso en el corazón y un sentimiento en la piel. Su Semana Santa era la de Rafael Montesinos, y la de Juan Sierra, y la de Núñez de Herrera. La Semana Santa del destierro y la heterodoxia de los que, como él, sólo buscaban la profundidad de lo inefable en los ojos llenos de cielo del Cachorro, o en los presagios ocultos en los ojos cerrados del Calvario; bajo la ojiva silente de San Juan de la Palma o en la estrechez eterna y esplendorosa de la calle Parras; en el mudo diálogo, cara a cara, con su Jesús Nazareno, o en la mirada pesarosa ante el muñir la muerte que anuncian los faroles velados. Ese era su permanente y apasionado magisterio, del que, sin quererlo, nunca se apeaba. ¡Cuánta convicción en su creencia, desde la voz profunda del maestro!

Sevilla y su Semana Santa han perdido a alguien que sabía de sus entrañas y entendía de sus misterios. Pero hoy tiene un nazareno más ese tramo, cada vez más largo, de la eterna procesión de la autenticidad; tal vez camine, cirio en mano, haciendo pareja con Julio Bel, quién sabe. ¡Quién pudiera un día ser su celador!

Sus propios versos son hoy para él el mejor epitafio para la ausencia, desde esta columna que te añora: Acaba de irse a casa,/cuando vuelva no habrá muerto.

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