UN poco de Kenneth Branagh es mucho. Por eso bastó verle al principio de la ceremonia de apertura de Londres 2012 recitando La tempestad de Shakespeare para que el espectáculo orquestado por el cineasta Danny Boyle nos conquistase en los primeros minutos, que son o deben ser tan especiales, una vez pasada la introducción filmada que parecía presagiar que hacia donde nos dirigíamos era a una nueva edición del Festival de Eurovisión en julio.

Una ceremonia presupuestada en 32 millones de euros no tiene más remedio que estar bien. Técnicamente irreprochable. Aunque si me pidieran una comparación, me pondrían en un brete. Sigo pensando, aunque me quede solo, que la de Los Ángeles 1984 fue superior. No porque la viese con 28 años menos, con lo que el tiempo ayuda a magnificar. Sencillamente porque los americanos tienen en su genética el sentido del espectáculo, del entertainment, y aquella madrugada para quienes lo seguimos desde España, lo bordaron. La dirección musical de John Williams, así como el himno que compuso para la ocasión, abrieron una nueva era en este tipo de ceremonias televisadas. Los números musicales, sin ningún desfallecimiento, estaban impregnados de la esencia de los mejores. No existían los avances tecnológicos de hoy, pero sí se había inventado el evento planetario a la manera en que lo entendemos hoy.

Lo mejor de la larga noche inaugural de Londres 2012, sin embargo, si exceptúo la presencia de algunos nombres propios, y por surrealista que parezca junto a Branagh debo añadir presencias como la de Rowan Atkinson, lo mejor, insisto, lo encontré en la tecnología punta, en la realización prodigiosa. Magia, lo que se dice magia, la de Seúl, la de Barcelona, o el prodigio continuo de Pekín, ese estuvo ausente.

Tags

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios