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la ciudad y los días

Carlos Colón

Aventuras y desventuras del Corpus

CUANDO el sábado 4 de noviembre de 1989 los miembros de la Junta Superior del Consejo de Cofradías, con Luis Rodríguez Caso al frente, fueron a "Palacio" para felicitar al arzobispo, don Carlos les dijo sin anestesia que la Conferencia Episcopal había decidido trasladar la festividad del Corpus del jueves al domingo. La cosa se enmarcaba en la revisión del Concordato y buscaba aligerar el calendario de festividades religiosas. Como Amigo Vallejo no daba puntada de disgusto sin hilo de posible solución, les dijo que cada provincia eclesiástica tenía la potestad de introducir variaciones en el calendario litúrgico, siempre que no afectaran a las celebraciones mayores ligadas a los tiempos litúrgicos fuertes. Y como también era un experto delantero del fútbol diplomático, pegó un balonazo y dejó la pelota del Corpus sobre los tejados de San Gregorio y la Plaza Nueva, es decir, del Consejo de Cofradías y el Ayuntamiento.

No era el primer sobresalto. Hacía pocos años que la procesión del Corpus había sido recuperada por los ayuntamientos democráticos y las hermandades, después que los canónigos la dejaran caer hasta quedar reducida a una polvorienta procesión de tambaleantes santos apolillados y de enseres con más roña de la deseable; como la capa de San Fernando, urgentemente necesitada de Tintorería Vera que limpia de veras.

La cosa tocó fondo cuando la procesión se limitó a rodear la Catedral. Sólo dos veces en el siglo XX dejó de celebrarse con solemnidad el Corpus, reduciendo su itinerario a las gradas de la Catedral: durante la República y tras el tsunami de mal gusto clerical que siguió al Vaticano II; en Sevilla agravado por la pereza o la desafección estética de los canónigos, que ya habían dejado que se perdiera el grandioso monumento catedralicio que se alzaba en Semana Santa.

Los curas modernos e ilustrados sabían mucho de Barth, Moltmann, Rahner y el Vaticano II, lo que está muy bien; pero muy poquito de Sevilla. Los capillitas eran poco ilustrados y andaban, hay que reconocerlo, un tanto ayunos de teologías. Pero sabían mucho de Sevilla. Y todo sobre cómo la mayoría de los sevillanos rezan y celebran los misterios de la religión. De la ciudad y de sus padres lo habían aprendido. Por eso los sevillanos, con capillitas y comerciantes al frente, recuperaron el esplendor del Corpus, hermosearon los pasos, escamondaron imágenes y enseres; y los primeros ayuntamientos democráticos resucitaron las portadas de la plaza de San Francisco y el concurso de altares, balcones y escaparates. Y en las claras mañanas de junio Sevilla volvió a oler a romero.

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