Babel

Puede que la controvertida globalización acabe haciendo realidad la vieja aspiración a un idioma universal

En un brillante ensayo sobre Hölderlin, recuerda Félix de Azúa que el mito de Babel, habitualmente interpretado como el castigo de Dios -tercero tras la expulsión del Paraíso y la inundación del Diluvio- a la soberbia de los constructores de la Torre que habría desafiado el poder omnímodo del Padre al acercar a los hombres hasta los umbrales de la morada celeste, no tuvo esa lectura en todas las fuentes que reflejan el episodio, según parece inspirado en el zigurat inconcluso que mandó erigir Nabucodonosor hacia el tiempo de la guerra de Troya. Para los exegetas que ofrecen esa versión alternativa a la transmitida por la tradición judía o la cristiana, la dispersión de los descendientes de Noé y la previa o consiguiente confusión de las lenguas habría estado motivada por la voluntad -sólo una divinidad provinciana o nacionalista querría mantener a sus criaturas estabuladas- de incitar a los renuentes mortales a expandirse por el planeta, repoblando el mundo postdiluviano más allá de los límites de entre ríos.

La sugerente idea de una lengua madre, sea el hebreo del primer hombre con el que Abraham y su estirpe se comunicaban con Yahvé o la reconstruida por los filólogos para explicar el parentesco entre los idiomas de la familia indoeuropea, ha excitado la imaginación de los estudiosos con mil pintorescas teorías -incluso las hay, no las menos fantasiosas, referidas al euskera- que suelen considerar a sus linajes respectivos como los más antiguos, prestigiosos e incontaminados. Más que los lingüistas o los filósofos, que han especulado sobre las relaciones entre el lenguaje y el pensamiento sin acertar a explicar cómo pudo este último, en la remota prehistoria, discurrir sin palabras, han sido y son los poetas los que reflejan -no siempre con claridad, no siempre de modo consciente- la nostalgia de la perdida lengua originaria.

Puede que la controvertida globalización, con su apuesta por una versión rudimentaria del inglés internacional o quizá -si tal cosa fuera concebible- de un chino simplificado, acabe haciendo realidad la vieja aspiración a un idioma universal que en periodos muy otros de la historia han encarnado el griego, el latín o el árabe clásicos e intentaron implantar, con qué conmovedora ingenuidad, los venerables creadores del esperanto. No será la lengua ancestral y acaso sagrada de la humanidad primitiva, pero el nuevo Moloch no necesita de sus fieles -ni siquiera de los sumos sacerdotes, no digamos de los obedientes esclavos- más que unos pocos monosílabos. En la era de Babel -acabaremos pensando- no nos iba tan malamente.

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