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Cambio de sentido

Basura

Mundo raro este en que convertimos el dinero en basura y la basura en dinero

Las bolsas de basura hablan por nosotros. Sueltan pestes. Apiladas, rebosantes en los contenedores -azules, verdes, grises y amarillos- cuentan qué somos y en qué mundo vivimos: en un imperio de desechos. Coloco la compra en el frigo, y el mero gesto genera basura: envoltorios que envuelven lo envuelto, cartones que recubren packs, papelotes, productos en desechables monodosis -una de cada cuatro personas vivimos solas-… Eso sí, me cobran la bolsa. Lava poco mi poca conciencia tirar a su cubo cada parte de esta mole de desperdicios. La mancha de basura del Pacífico es tres veces España. Las gaviotas, olvidadas de su son de mar, cambian el Mediterráneo por los vertederos. Pero hay cementerios para móviles y demás chatarra electrónica. Antes de loar este tipo de reciclaje, recuerdo un dato: en nuestro país, la vida media de un móvil es de 15 meses. La basura sí nos representa. La basura es cultura. Y puede ser también arte y denuncia de sí -ahí tienen al colectivo Basurama (In Love We Trash)-.

Por entonces no lo llamábamos reciclaje, ni sostenibilidad, ni nada. Sencillamente las raspas eran para el gato, las mondas para los cochinos y su estiércol para los olivos, de cuya tala nos calentábamos (un cartón prende la lumbre). Del aceite sucio, la espuma limpia del jabón. De aquella bicicleta, estas ruedas. De la buena cosecha, conservas y ofrendas frutales al vecino. Los zapatos rotos salen flamantes del remendón. Las salamanquesas son un buen insecticida. Qué mejor sistema de refrigeración que la umbría con macetas. Y ese juguete tiene arreglo. Sin añorar miserias, en la Sociedad -más que de Consumo- de Despilfarro, más nos valiera rescatar los verbos apañar, inventar, aprovechar, remendar, zurcir, reconvertir. El solo reciclaje y su bonhomía no degluten el derroche.

La basura hoy es oro. Antes era calderilla de cartonero, alivio en el monedero de la señora que devolvía el casco, ropa para otro, vida para el ferrallero, provecho para quien lo necesitaba. Ahora damos -clasificados en casa- estos residuos a gestores que hacen de ello buen negocio y, supongo, dan empleo. Pero mundo raro este en que convertimos el dinero en basura y la basura en dinero.

Arrugo en la mano el vaso de plástico donde he bebido agua del dispensador eléctrico. Lo tiro. Acabo de acordarme: en la primera redacción donde trabajé (Madrid, 1996) reinaba, rezumante, un botijo. Como dice un buen amigo, "ahí vamos, mejorando para peor".

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