TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

Un poco de todo

Enrique García-Máiquez

Besuqueos

Christian Bobin nos recuerda en su Autorretrato con radiador que "el mar nos devuelve a la infancia". En la orilla a uno se le refresca la nostalgia por los veranos antiguos. Hasta ahora, yo la sentía más bien por los agitados agostos de mi adolescencia, pero me hago mayor y cada vez me acuerdo más de los veraneos felices de la niñez.

Yo me hago mayor, pero crecer, crecer, crecen los hijos de los amigos. Eran inmóviles bebés y ahora bajan a la playa correteando con su pala y su cubo, como yo hace nada, en los años setenta. Mis amigos y especialmente mis amigas tienen un empeño muy firme -entre ellas es casi una competencia deportiva- en que esas criaturas inquietas nos besen a los adultos dos o cuatro veces al día, al llegar y al irse.

A mí no me da repelús el contacto babosillo, no me malinterpreten. Lo malo es que me recuerdo bien en las mismas circunstancias. Mi madre me señalaba el objetivo: una persona bastante desconocida y, desde mi perspectiva, vieja, a la que yo tenía que acercarme en línea recta, disimulando mis dudas, hasta plantarle un sonoro mua en la mejilla. Invariablemente, aquella persona, enternecida por mis buenos modales, me arreaba un pellizco en el cachete o me revolvía el cogote, mientras ponderaba: "¡Cómo ha crecido este niño!"

La frase no era un prodigio de originalidad, pensaba yo de pequeño, pero ahora, que han cambiado los papeles, me sorprendo a menudo perpetrándola. ¿Y qué va a uno a decir? Además la frase esconde tal vez un deseo subconsciente: a ver cuándo crece del todo y nos saludamos con un apretón de manos o una palmadita en la espalda.

Yo me recuerdo perfectamente obediente a las indicaciones maternas, aunque habría que verme. Los niños de hoy se hacen los remolones, mis amigas se ponen nerviosas y los empujan primero leve y después firmemente hacia mí. Ellos tratan de escapar, ponen ojos de horror, a veces lloran, refunfuñan. Las madres, se supone que para animarles, me llaman "tío Enrique" o "tío Quique" o hasta "tito Kike", que ya es inventar. Por la mañana, la playa acaba transformada en una inmensa familia de titos y titas y sobrinitos y sobrinitas que nos besamos a la fuerza.

Conste que entiendo los desvelos maternos. Un niño capaz de besar a un cuarentón desconocido, sin afeitar, despeinado, que responde al nombre falso de tito Kike y que lo observa con prevención, es un niño recio, preparado para afrontar todos los retos y desencantos que la vida le presente. Yo, desde luego, soy partidario de esa educación espartana. Sólo que uno se resiste a ser también en vacaciones el sparring pedagógico de las generaciones del futuro.

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