Más de 30.000 socios a un mes largo del comienzo de la competición y ocurre en un club que no gana desde ni sabe cuándo. Impresionante respuesta de una clientela fiel como ninguna otra y señal inequívoca de que le importan una higa las insidias y las campañitas que tienen como argumento desvirtuar las cosas hasta llevarlas a su terreno. Más de 30.000 socios y sin tener claro qué va a ser el equipo, si carne, pescado o qué.

El capital que sostiene a ese milagro llamado Real Betis Balompié es su fiel clientela. Inasequible al desaliento, inmune a los devaneos de su equipo del alma, nunca falla, siempre está, en las pírricas bonanzas y en las muchas frustraciones. Cada verano la ilusión se le desborda para que ni siquiera llegue indemne al invierno tras haberse ido desinflado en ese otoño que dura lo que tarda en llegar la cruda estación invernal. Y cada verano, un castillo que suele desvelarse como de naipes.

Este verano, un más de lo mismo en la esperanza de que las cosas salgan más al gusto del bético. Las posibilidades de que así ocurra parecen más creíbles, sobre todo porque los que hogaño manejan la barca han encontrado la adecuada aguja de marear. Por lo pronto, eso que tanto se echó de menos en estos años de limbo judicial y es que se respire fútbol en el club es una realidad y ahora todo depende de lo que Setién sea capaz de imbuirle a unos futbolistas muy en deuda.

La plantilla que hoy defiende al club de las trece barras con corona debe reconocer que está obligada a devolverle a los clientes parte de lo mucho que recibieron, reciben y recibirán. Anoche se produjo un hecho que agranda la imagen de un club grandioso y es que el Benito Villamarín ya es un recinto cerrado, lujosamente cerrado, y no aquello que estuvo durante diecisiete años y medio como un semiestadio, como una promesa más de las muchas que el bético recibió en vano.