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Breve historia del Otro: Twain

Sólo cuando Twain visite clandestinamente el Partenón (las autoridades del puerto del Pireo habían establecido una cuarentena, de modo que Twain se aventuró en la noche, sorteando la vigilancia griega); sólo cuando se halle en la proximidad del más extraordinario vestigio de la Antigüedad pagana, el escritor alcanzará una suerte de plenitud, de epifanía nocturna, en la que lo visto y lo esperado, lo que sabía su corazón y lo que la Historia ofrece, se correspondían íntimamente.

Twain ha escrito demasiado sobre dios para ser ateo. Su obra póstuma así nos lo confirma. Digamos que Twain, el Twain de los últimos años, fue un hombre acuciado por el infortunio, que quiso pedirle explicaciones a una divinidad silente. Si esto fue realmente así, o se trata de una hipótesis extemporánea, carece de importancia; no debemos obviar, en cualquier caso, el fondo religioso que subyace a una obra humorística, que se quiso centelleante y leve como una espuma. El Twain que firma la Guía para viajeros inocentes, sin haber cumplido aún los cuarenta, no sólo ofrece al lector esa amistosa daga del humor, heredera del humorismo raudo e inmisericorde de Edgar Poe; ofrece, junto a ello, dos novedades de notable importancia: la naturaleza tosca, frenética, invasiva, de los turistas, de la que ya se había quejado Flaubert en su Viaje a Oriente; y un nuevo punto de vista que no es el propio del Viejo Continente, sino que viene ahormado por las grandiosidad y el tedio del Nuevo Mundo. Aún así, podríamos decir que la de Twain es una mirada religiosa. Pero no con el anteojo del arqueólogo; no con la paciencia, acaso la incredulidad, del erudito. Al llegar a Tierra Santa, la mirada de Twain es aquella que se deriva del ardiente magisterio de la Holy Bible.

Esto no implica, como es obvio, que Twain ignore cuanto hay en las Escrituras de documento histórico. Después de Spinoza, dicha posibilidad es tan lejana como ridícula. En Twain, sin embargo, la consideración del pasado, la vista de sus escenarios, ejerce un efecto disuasorio. También el carácter frívolo de los turistas le indicará, de algún modo, la dificultad del hombre para acercarse a sus mitos sin destruirlos. Ése es, en cualquier caso, el doble objetivo que impulsa a los pasajeros del Quaker City cuando emprenden esta suerte de Grand Tour, que ha extendido su ámbito a los dominios de la Sublime Puerta. El objetivo de viajar cómodamente, con la funesta ligereza de un destructor, y la promesa de visitar unos lugares, de presenciar unos ritos, de contemplar unas ruinas que, en realidad, apenas les interesan (Twain señalará, en no pocas ocasiones, la bárbara costumbre de los peregrinos de arrancar piedras y escribir sus nombres en los Lugares Sagrados, como si estuvieran en un saloon de Arkansas). Cuando llegua al Viejo Continente, sin embargo, Twain ha descubierto algunas cosas: que la épica se ha deslizado hacia el humor, el humor vitriólico y masivo que propicia el turismo, y que la Europa soñada, que el Oriente feraz e inabordable, que los escenarios de Tierra Santa, son ridículamente pequeños. “La palabra Palestina –confiesa Twain– siempre me produjo la vaga sugerencia de un país tan grande como los Estados Unidos. No sé por qué, pero era así. Supongo que porque no puedo concebir que un país pequeño tenga tanta historia”.

Sólo cuando Twain visite clandestinamente el Partenón (las autoridades del puerto del Pireo habían establecido una cuarentena, de modo que Twain se aventuró en la noche, sorteando la vigilancia griega); sólo cuando se halle en la proximidad del más extraordinario vestigio de la Antigüedad pagana, el escritor alcanzará una suerte de plenitud, de epifanía nocturna, en la que lo visto y lo esperado, lo que sabía su corazón y lo que la Historia ofrece, se correspondían íntimamente: “Cuando ya habíamos recorrido un buen trecho, le echamos una última ojeada al Partenón, mientras la luz de la luna se colaba por sus columnatas y pintaba de plata sus capiteles. Tal y como estaba en ese momento, solemne, grandioso, magnífico, permanecerá siempre en nuestras memorias”. No ocurrirá así cuando Twain se adentre en los paisajes de la Biblia. Pero no sólo, como ya hemos dicho, porque la mirada americana de Twain encuentre desoladoramente pequeños los grandes nombres de la tradición judeocristiana. Hay algo más. Y ese algo más es el pliegue, la veladura, la sutil impedimenta con que la arqueología desplaza –por un exceso de luz– la carnadura del misterio.

Cierta noche en la que Twain se encuentra en las inmediaciones de Banias, donde Jesús le dice a Pedro: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia”; cierta noche en la que Twain se halla asediado por alguna forma de la melancolía, quizá inducida por las ruinas (los peregrinos, mientras, seguían su minuciosa obra de devastación); cierta noche, repito, el escritor confesará un profundo motivo de inquietud, que no cabe definir sino como trascendente: “Sigo sin poder asimilar –nos dice Twain– que estoy sentado donde, en su día, un dios estuvo en pie”. Y algo más adelante, el escritor concluye: “No puedo asimilarlo; los dioses que comprendo siempre han estado ocultos tras las nubes y muy lejos”. Es fácil señalar que Twain escribe “los dioses que comprendo” y no “los dioses que venero”; pero también es fácil entender que dicha comprensión no es hija, no guarda una vinculación estrecha, con la lógica.

Fue, pues, la cercanía, la palpabilidad, el hecho de contemplar la legendaria geografía de las Escrituras, lo que propicia en Twain un nebuloso escepticismo. Fue la posibilidad de observar lo que, de algún modo, debía conservar el perfil neto de lo imaginario, aquello que introdujo en el escritor la arenosa hueste del materialismo. Entonces, los fabulosos reyes del Antiguo Testamento se le aparecerán a Twain, no con la intemperancia y el orgullo de un mundo ido, sino a la manera fatigada y dócil de “salvajes mal vestidos y en mal estado, como nuestros indios”.

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