Breve historia del Otro: Cortés

Es fácil suponer el orbe ideológico que acompaña a la tropa de Cortés y a su esforzado cronista, Bernal Díaz del Castillo. Junto a las Escrituras (Bernal compara la historia de doña Marina, mal llamada Malinche, con la de José y sus hermanos); junto a los relatos de tradición cristiana, digo, está el heroísmo de Alejandro y César, las hazañas de Amadís, los hechos de armas del romancero. Aun así, cuando el gran Montezuma reciba a Cortés en la ciudad de México, Díaz del Castillo se preguntará, no sin razón: “¿Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen?”

Cortés fondea en el puerto de San Juan de Ulúa el jueves santo de 1519. Sobre ese inhóspito arenal dispondrá su campamento y un breve altar en la mañana del día siguiente. En la víspera, sin embargo, unos emisarios de Montezuma, llegados en piragua, han preguntado a Cortés qué hombres eran ellos, y qué venían a buscar; también le han ofrecido bastimento y ayuda, acaso para acortar su estancia. Doña Marina y Aguilar, las lenguas de Cortés, han agradecido la hospitalidad de los heraldos, y les han obsequiado con unas cuentas azules, tras servirles algo de vitualla y vino. Será el día sábado, no obstante, cuando Cortés reciba al gobernador Pitalpitoque, que se hace acompañar de un gran número de siervos, y que homenajea al extraño, llegado de la otra punta del mar, con gallinas y mantas, con pan de maíz, con ciruelas y hachas.

Es fácil suponer el orbe ideológico que acompaña a la tropa de Cortés y a su esforzado cronista, Bernal Díaz del Castillo. Junto a las Escrituras (Bernal compara la historia de doña Marina, mal llamada Malinche, con la de José y sus hermanos); junto a los relatos de tradición cristiana, digo, está el heroísmo de Alejandro y César, las hazañas de Amadís, los hechos de armas del romancero. Aun así, cuando el gran Montezuma reciba a Cortés en la ciudad de México, Díaz del Castillo se preguntará, no sin razón: “¿Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen?”. No hay, pues, nada comparable, nada semejante a este angustioso heroísmo de Cortés. Tampoco aquel Alejandro de la India, que se adentró en la jungla para triunfar sobre un ejército de elefantes. ¿Qué sabemos de Montezuma, sin embargo? Sabemos que esperaban a un gran rey del otro lado del mar. Y sabemos también –el cacique Tendile lo confesará a Cortés– que aquellos conquistadores dejaron allí un casco dorado, muy similar al de los españoles.

Pero no nos apresuremos. En Pascua de Resurrección, los caciques Tendile y Pitalpitoque, siempre reverenciosos, traerán nuevas gallinas y legumbres para agasajar a Cortés. Éste corresponderá con una silla labrada y unas piedras con olor a almizcle. Cuando Cortés, sin embargo, urja a los emisarios para conocer al rey Montezuma, ambos le contestarán con evasivas. Su función, cada vez más clara, es la de demorar el encuentro, al tiempo que se informan sobre el enemigo. A tal efecto, Montezuma ha dispuesto unos pintores que retraten a Cortés, junto a sus capitanes y sus armas. Mucho más adelante, Díaz del Castillo referirá a unos escultores mexicanos, convertidos a la verdadera fe, que igualan en pericia a Apeles, a Miguel Ángel, a Berruguete. Ahora se trata, no obstante, de unos pintores del natural que llevan a su señor la silueta y el rostro de quienes lo amenazan. Y será después de conocido el rostro de Cortés, cuando Montezuma ensaye una suerte de irónico y medido sortilegio. Según Bernal Díaz, “Tendile traía consigo grandes pintores, que los hay tales en México, y mandó pintar al natural rostro, cuerpo y facciones de Cortés y de todos los capitanes y soldados, y navíos y velas e caballos, y a doña Marina e Aguilar, hasta dos lebreles, e tiros e pelotas, e todo el ejército que traíamos, e lo llevó a su señor”. Aun así, no es esto lo que interesa a Montezuma. A Montezuma parece interesarle el aspecto de su adversario, sus rasgos distintivos, como puede deducirse de lo ocurrido en el siguiente encuentro con Tendile.

Cuando lleguen nuevamente los emisarios, Tendile vendrá acompañado de un cacique, de nombre Quintalbor, que guarda un asombroso parecido con Cortés. Tanta es su similitud (los soldados le llaman Cortés cuando se lo cruzan en el real) que cabe preguntarse qué pretendía Montezuma con este ardid, mezcla de broma y exorcismo. Una primera explicación es que Montezuma quería mostrarle a Cortés que él era un rey tan grande y poderoso como Carlos V, y que incluso tenían vasallos similares. Una segunda, vinculada a la primera, es que Montezuma pretendía ridiculizar a Cortés, poniéndolo ante el espejo aindiado de Quintalbor. Una tercera posibilidad, que no excluye a las anteriores, es que Montezuma buscaba apropiarse, de algún modo, de la voluntad y el alma de su enemigo. Los frecuentes sacrificios obrados en sus templos, donde despojaban a la víctima de su corazón para luego devorar sus piernas y brazos, nos invitan a pensar en algún tipo de simbolismo. También la importancia de los regalos traídos por Quintalbor (dos grandes ruedas de oro y plata, que representan el sol y la luna, junto con innumerables piezas doradas), podría relacionarse con esto último. No en vano, Quintalbor nunca volvió a verse con Cortés, a causa de una enfermedad de la que Díaz del Castillo no sabe decir sino que “había adolecido en el camino”.

Lo cual nos lleva a una pregunta, quizá ridícula o descabellada: ¿fue sacrificado Quintalbor? ¿Se le utilizó como oscura duplicación de ese otro Quintalbor, venido desde el confín del orbe? Ateniéndonos al accidentado fin de Montezuma, sabemos que su sacrificio, si lo hubo, no surtió efecto alguno.Una última posibilidad nos llevaría a pensar que Montezuma vio en Quintalbor algo así como un Cortés antes de Cortés, predestinado a México desde el origen del tiempo. Pero esto implica, ineludiblemente, que Montezuma adivinó en el Quintalbor –giran las ruedas del sol y de la luna– el rostro de su vencedor, un destino de sangre, la muerte de sus dioses.

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