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Visto y oído

Antonio / Sempere

Callejero

AYER me sentí, sin pretenderlo, como uno de esos reporteros callejeros. Sucedió cuando me dirigía a comer a casa de unos amigos de la bohemia. Me dieron sus señas, y correspondían a un inmueble en los aledaños de la glorieta de Bilbao, una de las zonas bien de Madrid. Llegué al portal, y aprovechando la vecina de una salida, pasé al vestíbulo de la escalera, situada a la izquierda de un ascensor con puertas de madera noble. Tras llegar al piso indicado, toqué el timbre de la que creía casa de mis amigos, y en ello que me salió una asistenta filipina con cofia. Nunca había visto una asistenta con cofia en mi vida fuera de las obras de Jardiel Poncela y de Mihura. Así es que quedé embelesado, tratando de alargar una conversación imposible. A pesar de mi apariencia de vendedor de biblias, o quizá por ello, la mujer sólo se atrevió a entreabrir la puerta, indicándome que me había equivocado y que desandara mis pasos. Lo poco que se veía a través del ángulo de visión del interior era apabullante. Luz, color. Lujo.

Por supuesto que me había equivocado. Mis amigos vivían de alquiler en el mismo portal, pero en una escalera interior. Disimulada tras una puerta, situada al otro lado del ascensor, que conducía a un pasillo, ya sin madera, ni luz, ni color, y a un patio. Al fondo del cual, sí, se encontraba esa escalera interior sin luces de diseño, sin paredes forradas, sin luz cenital.

Me molestó ver el contraste tan de cerca. En las ciudades de provincias, al menos, no existen estas dobles vidas. Y cuando uno entra a un bloque, desde la misma puerta, no se engaña a nadie. Y todos quienes entran por esa puerta son iguales. O primos hermanos. Imagino que en esa casa de Madrid, si pudieran, los vecinos de la escalera exterior separarían la puerta de acceso a la calle de los vecinos de la escalera interior. Marcando distancias. A mi mirada de reportero callejero le dolió.

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