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Rafael Padilla

Esto no es Carnaval

ME reprocharán que me meta en jardines que no son míos y que hable de lo que no sé. Y acaso llevarán toda la razón. Yo de ciencias carnavalescas ando justito, con un currículo que no va más allá de haber consolidado tres o cuatro trienios como espectador televisivo del Falla. Lo que sigue se expone, pues, sin afán ninguno de sentar cátedra, ni de molestar el debate de los expertos.

Aun así, en mi humilde condición de fallero, me atrevo a llamar la atención sobre la pérdida progresiva de la función transgresora del Carnaval. Cada vez son menos las letras que te escandalizan o te conmueven, que te revuelven el estómago o te roban una lágrima agradecida. Casi todo lo que se canta es demasiado previsible, demasiado ajustado a los cánones, versiones musicadas de un runrún que ya no necesita febrero ni máscara para asaltar tus oídos.

Ignoro si en la calle las cosas ocurren de otra manera. Pero, en las cuatro paredes del concurso, triunfa hoy lo políticamente correcto, la tiranía invisible y asfixiante del pensamiento único. Lo subrayaba no hace mucho, en Diario de Cádiz, Antonio Rivas: para decir lo que ya piensa la mayoría, lo que constantemente te repiten hasta el hartazgo, no se inventó la fiesta.

Comprendo que los letristas no lo tienen fácil. ¿Cómo zaherir a los políticos, con chispa e ingenio, si ellos mismos se pasan el año mordiéndose las tripas? En iglesias y cleros tampoco queda territorio salvaje: ¿qué denunciar o reclamar si el propio poder ha asumido furibundamente el extraño oficio de chirigotero perpetuo? De sexos, medidas y metidas, uno puede escuchar -en cualquier programa y en cualquier horario- barbaridades que le sacarían los colores al coplero más cafre. Así, lo admito, no hay quien trabaje. El sempiterno piropo, la socorrida burrada contra el vecino del pueblo de al lado, la descalificación facilona del empresariado y, al cabo, esa creciente tendencia a la antropofagia entre colegas salvan, a duras penas, el compromiso.

Y es que lo que no consiguieron porras ni púlpitos lo está consiguiendo la intangible y sutilísima censura de lo uniforme. La trasgresión se nos ha hecho mayor, invade y ocupa todos los terrenos y momentos, dicta sus férreas normas y no deja, para impactar, más alternativa que la de situarse -hay que tenerlos bien puestos- extramuros (en suburbios revolucionarios o ultraconservadores) de la verdad oficial.

Tanto en su vertiente reivindicativa-burlesca como en la erótico-festiva, la expresión carnavalera se está quedando sin sentido, languidece por falta de argumento y novedad, por desoladoramente inofensiva, disciplinada, normal y hasta modélica. Quedan, claro, borracheras, trasnochadas, guasas y desmadres. Pero eso siempre encontrará otras y buenas excusas y desde luego por sí solo -y bien que lo siento- no es Carnaval.

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