COMO buena conmemoración cultural que se precie, el IV Centenario de la muerte de Miguel de Cervantes está provocando todo tipo de críticas y alabanzas. En la sociedad del espectáculo que nos ha tocado vivir es difícil que este tipo de celebraciones no deriven en una multitud de actos variopintos donde lo verdaderamente importante, la obra literaria del autor de El Quijote, quede casi reducida a un segundo plano frente a otros acontecimientos más frívolos o insustanciales, pero de mayor impacto en los medios de comunicación. Como ejemplo de lo dañino que pueden llegar a ser este tipo de grandes celebraciones recordaremos el llamado Año Lorca, en 1998, que produjo un hartazgo del que aún no se ha repuesto la memoria del poeta español de mayor proyección internacional del siglo XX.

Es positivo que se recuerde a un autor de tantas virtudes literarias y peripecias vitales como Cervantes, pero en ningún momento deberíamos olvidar una pregunta: ¿Qué es lo que hay que celebrar? La respuesta no puede ser otra que una obra literaria que llevó al idioma español a una madurez de la que aún somos herederos. Si después de más de cuatro siglos nos podemos seguir entendiendo en el mismo idioma un andaluz y un oaxaqueño es, en parte, gracias a escritores como Cervantes que supieron darle valor y prestigio a nuestro idioma común: el español. Sin caer en el patrioterismo idiomático, la mejor manera de celebrar el IV Centenario de Cervantes es haciendo comprender a la sociedad la obligación que tenemos todos de cuidar y potenciar la riqueza lingüística que hemos heredado. El Quijote es una obra inmortal no sólo porque cuenta unas divertidas aventuras o porque alberga inmortales reflexiones sobre el alma humana, sino también porque es un hito importante en la forja de un idioma que hoy es una poderosa herramienta de comunicación para más de 400 millones de personas. Su cuidado nos compete a todos.