¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

'La Chata' que no pudo ser

Inocente o no, Cristina de Borbón ha terminado como símbolo de una oligarquía fría, calculadora y avariciosa

Es difícil pasear por los jardines de la Granja de San Ildefonso sin toparse, tarde o temprano, con la rotundidad de la escultura de La Chata, realizada por Collaut Valera gracias a una suscripción popular. El monumento representa la ancha humanidad de Isabel de Borbón y Borbón, hija de la reina Isabel II y Francisco de Asís -aquel que las malas lenguas dicen que llevó más encajes que su mujer en la noche de bodas-, una de las infantas más queridas de la historia contemporánea española. El castizo pueblo de Madrid -que al igual que el andaluz es aficionado a la Casa de Borbón- la bautizó con el mote de La Chata para dejar clara una estima que, incluso, superó el advenimiento de la II República.

Más Grecia que Borbón, y aunque de ánimo un tanto soso, la infanta Cristina también disfrutó en una época del favor popular, quizás porque transmitía una imagen de chica normal que calzaba zapatos planos y acudía todas las mañanas a su oficina en Barcelona. Su boda con un jugador de balonmano ajeno a los grandes linajes de la historia de Europa consolidó un cuento de hadas tan edulcorado como embarazoso que ha terminado en la hoguera del caso Nóos, el fin de la inocencia para los monárquicos, como el caso Filesa lo fue para los socialistas y la trama Gürtel para los populares. Sin embargo, los manejos de Nóos no se pueden entender sin el contexto de la crisis moral que ha sufrido la España nacida en el 78, una enfermedad provocada por el éxito de un modelo que no contempló mecanismos de regeneración. Al igual que con el paso de los años la vida se nos va enturbiando, así pasa con las instituciones. La única manera de evitar que esa turbiedad degenere en aguas negras es la autocrítica y la continua renovación. Para comprender eso hemos necesitado sentarnos al borde del precipicio y todavía hay personajes egregios que piensan que apenas hay que cambiar nada. "Chapa y pintura", como se dice coloquialmente.

Aparte habría que analizar el juicio paralelo al que ha sido sometida la infanta Cristina y que tiene más que ver con el morbo de ver a una princesita morder el polvo que con la administración de justicia. Inocente o no, Cristina de Borbón ha terminado como símbolo de una oligarquía fría y calculadora, sedienta de lujos y prebendas. De algo podemos estar seguros: nunca nos tropezaremos con su estatua en un jardín público. Su nombre ya pertenece al trastero de la historia.

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