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Los más talludos recordarán El síndrome de China (1979). Jane Fonda, Jack Lemmon y Michael Douglas la protagonizaban. Trataba de una central nuclear que estaba a pique de provocar una catástrofe atravesando verticalmente el planeta. La película puede haber envejecido regular; también ha envejecido mal el terror al desastre atómico instalado en los setenta del siglo pasado: ahora los nuevos miedos mundiales provienen de la informática e internet, de los que dependemos, ya sin marcha atrás. No todos lo tenemos tan claro, no se dice gran cosa de ello en la redes, pero es de mucho temerse que es así. Qué lejos queda la amenaza nuclear, y qué naif resulta aquello de la Guerra fría.

Desde el viernes, un ataque mundial de unos ilocalizables hackers maléficos ha puesto en jaque a miles de empresas, algunas de las cuales proveen servicios fundamentales en muchos países. En una medida aún por determinar, se han hecho con el control del software de instituciones como el Servicio de Salud británico o Telefónica (empresa que ha tenido la decencia de reconocer inmediatamente el peligro y ha ordenado el apagón de todos sus ordenadores corporativos). Unos piratas malos con pata de palo y parche digitales piden un rescate en dinero electrónico, en la divisa llamada bitcoin. Sea así o no, el pánico ha cundido entre organizaciones de primerísimo orden.

¿Qué podemos esperar, una vez que se supere este síndrome de China contemporáneo, los usuarios de internet de a pie, usted y yo, que ya casi no sabemos dar un paso bancario, administrativo o comunicativo sin hacerlo en la Red? Es sorprendente que casi nadie cercano haga caso de la amenaza; estará uno volviéndose paranoico. Cuando los problemas son complejos, volvemos a refugiarnos en lo de siempre: hablar cara a cara, por ejemplo, como estarán haciendo los líderes de las multinacionales que, ante la situación, hacen cerrojazo numantino de sus estructuras de comunicación, siendo como son la punta de lanza de la innovación. Se imagina uno, y se lo propone a los Forsythe y Le Carrè de hoy, que las palomas mensajeras, los nuevos filípides y Miguel Strogoff vengan a echarnos una mano desde el ostracismo al que se vieron confinados por el embate de la modernidad tecnológica. No somos nadie, dice el dicho, pero ahora somos mucho menos nadie. Pero, a qué negarlo, no se trata ahora de novelas, ni de mitos o leyendas. Se trata de la nueva forma de dominio y esclavitud. Y su crimen anejo. Hoy, justo hoy, decir esto no es cosa de colgados.

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