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Con el paso del tiempo, resultan algo patéticas aquellas actitudes que se rebelaban contra la Ley del Tabaco que se promulgó hace unos años. ¿Cómo pudimos oír y leer a gente racional o a intelectuales de renombre protestar por lo autoritario de tal prohibición, como si la libertad de uno para fumar con todos sus efectos fuera algo socializable? Algo realmente retrógrado que, curiosamente, esgrimían personas tan ilustradas como adictas al fumeque. Fumador social y padre que es uno, siempre recordaré cómo en los bares y restaurantes era una irresponsabilidad llevar a tus críos allí, a esos sitios convertidos en saunas nicotínicas que impregnaban ropas y pulmones, incluidos los más tiernos de los bebés; en sitios públicos, incluidos también hospitales y consultas de cardiólogos, que, Ducados ardientes en ristre, te prescribían no fumar: "Haga usted lo que le digo, aunque me vea usted hacer lo contrario". Todos podemos recordar en nuestra etapa de estudiante a maestros echando humo como cafeteras, y ya de universitario, a alumnos encendiendo pitillos en las aulas sin empacho.

Asumido por todos que eso era una locura insana y una falta de respeto a los demás -ésa es la base de toda convivencia-, los fumadores ahora se ven compelidos a irse a la calle a inhalar sus pitillos. Sucede que en esta nueva fase más civilizada se dan patologías sociales menos agresivas, pero a la postre igualmente retrógradas. Zonas anejas a esos mismos hospitales, facultades o bares donde sus puertas son una especie de fielato de humo que, seas o no consumidor de tabaco, te ves obligado a tragar. Sembrados de colillas que empuercan esas áreas aledañas a la zona de exclusión. Es importante tener en consideración que uno puede hacerse daño, pero no puede salpicar a los demás, o no debe. De eso se trata la convivencia. Como escupir, aliviarse la flatulencia, gritar, practicar el sexo en público, ir desnudo por la calle o tocar el claxon como si no hubiera semejantes. Son convenios que están en la base de la evolución del Derecho.

Estamos en verano, en vacaciones. Y toca recordar que las playas convertidas en colilleros de difícil gestión de limpieza y notable daño ecológico son un indicador de la mayor o menor calidad de la conducta del respeto recíproco y la consideración hacia la casa común. No cuesta tanto meterse las colillas en el bolsillo, o guardarlas en un cenicero. Es sólo un acto de respeto. Ni siquiera las gaviotas, esos bichos basurero, se las comen. Si no queremos mierda en casa, no echemos mierda en la gran casa.

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