EXCEPTO para los seguidores de los dos grandes -y únicos- adversarios, la liga española de fútbol ha dejado de tener interés. Vaya por delante que a mí no me escandaliza la segunda y espectacular reencarnación de Florentino. Siendo, como es, uno de los directivos de mayor solvencia profesional, inalcanzable por supuesto para las decenas de espabilados, trincones, sinvergüenzas, buscavidas y timadores tan abundantes en la fauna de los despachos futboleros, su apuesta multimillonaria tiene lógica económica y probablemente goza de una expectativa cierta de ganancia, tanto en la clasificación como en los balances. No seré yo, pues, quien hipócritamente le acuse de despilfarro en época de crisis: su inversión -ése es exactamente el calificativo que le corresponde- anuncia retornos beneficiosos en muy diversos ámbitos, una coyuntura que desde luego uno desearía observar en la mayoría de los sectores productivos del país.

Mi queja, sin duda romántica e inútil, nace de otra distorsión, tan antigua casi como el invento pero agravada ahora hasta extremos grotescos. Llamar competición al circo que está a punto de comenzar me parece una broma sin gracia ninguna. Y añadirle el adjetivo de deportiva, un insulto a la inteligencia del espectador y una patraña que torticeramente busca ilusionar la zona más irracional de sus sueños. La supremacía incuestionable de la pareja protagonista, la condición indubitada de comparsas que recae en los otros dieciocho secundarios y la extravagancia de la hipótesis que les otorga a éstos la más mínima posibilidad, dibujan un panorama que roza el absurdo. Salvo debacle, todo se va a reducir a sus enfrentamientos directos, lo que supongo alegrará sobremanera a los suyos, aunque enfríe hasta la congelación las esperanzas de los no alineados.

Llevo años manteniendo que existen soluciones diferentes (el establecimiento de un tope salarial al estilo de la NBA; la instauración de una política igualitaria en los fichajes que enriquezca cíclicamente la competitividad de los participantes; la organización de verdaderas ligas supranacionales en las que reaparezca la incertidumbre…), perfectamente ajustadas al fin último de devolver el espíritu a una bobada que ya no lo tiene. Es predicar en el desierto. Parece que la pulsión maniquea la lleva el españolito inscrita en los genes. Blanco o azulgrana, cara o cruz, cosa inexorablemente de dos, sin espacio para la sorpresa, sin asomo de alternativa.

Y me cansa. Me aburre hasta la náusea. Quizá porque es el espejo fiel y menos trascendente de una realidad siempre bipolar, estúpidamente orgullosa de sus fanatismos y de sus orillas. Como si la belleza y la victoria no pudieran aparecer en otras muchas esquinas, en variantes pequeñitas y humildes que, si se lo permitieran, quizá alzarían su voz y harían oír la superioridad de sus argumentos en el fútbol, en las ideas y en la vida.

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