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carlos / colón

Cruz de ceniza y peticiones

QUIEN el pasado miércoles acudió a la Basílica del Señor del Gran Poder para que le impusieran la ceniza no sabía que sobre su frente el sacerdote trazó la cruz más sevillana de entre todas las cruces que en Sevilla haya. Más sevillana que la de Ruiz Gijón que abre esta cofradía, que la del templete de la Cruz del Campo, que la de carey y plata de Jesús Nazareno, que la que brota del corazón en llamas de la Santa Caridad de Mañara, que la de la Cerrajería, que la de los Juramentos de Fray Ceferino González, que la de las Culebras del Salvador, que las del Calvario de la plaza de las Cruces...

Porque esta cruz de ceniza que el miércoles se trazó sobre la frente de quienes fueron a la Basílica del Señor está hecha, no sólo con las ramas de olivo del pasado Domingo de Ramos, sino con las peticiones que los sevillanos hacen al Gran Poder introduciendo un papelito bajo la peana del Muro de las Lamentaciones de Sevilla. ¿Qué sé yo, qué sabe nadie de qué dolores y soledades vienen estas personas, en qué circunstancias y bajo qué apremio fueron escritos estos papelitos? ¿Quién puede pesar o medir el dolor, el miedo, la angustia para los que se pide remedio o siquiera fuerzas para soportarlos?

Cada vez que el Señor deja su malecón de mármol rojo al que tantos acuden buscando puerto seguro, aparecen los papelitos con estas peticiones. Quedan expuestos, indefensos, guardando lo que únicamente al Señor se le puede decir y sólo Él debe conocer. ¿Qué hacer con ellas? ¿Tirarlas? No, desde luego. ¿Quemarlas? Es lo más respetuoso. Como se hace con las estampas de las sagradas imágenes. Pero a alguien se le ocurrió algo más en consonancia con el espíritu de San Lorenzo. Guardarlas en una cajita y quemarlas con las secas ramas de olivo del Domingo de Ramos para convertirlas en la ceniza que se impone en el umbral de la cuaresma. La idea la tuvo el mismo que desde que murió Chicote, un servidor del Señor que ayudaba en las faenas más modestas, pone unos claveles en el lugar que siempre ocupaba bajo la rampa por la que el Gran Poder baja a Sevilla. No a otro se le podía ocurrir convertir las peticiones de los devotos en una cruz de ceniza. Se llama Miguel Martín. A él tal vez no le guste que se sepa, porque como todos los hombres buenos es discreto; pero a mí me apetecía contarlo esta semana, precisamente esta semana -él sabe por qué-; y hoy, precisamente hoy, primer viernes de cuaresma en San Lorenzo.

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