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Les supongo informados de los azares del futbolista Roman Zozulya. Traspasado al Rayo Vallecano, su fichaje se ha visto obstaculizado por la furibunda reacción de los ultras rayistas: a su ponderadísimo criterio, Roman es un nazi que no merece vestir la camiseta del club; ha empuñado armas, ha donado dinero a los batallones fascistas y luce símbolos de la ultraderecha de su país. Hasta aquí, y sin entrar en la biografía de Zozulya, la cosa no deja de ser un auténtico disparate: ultras que acusan a otros de ser ultras, aunque de la orilla adversaria.

El miedo aludido no me lo dan estos descerebrados que necesitan arroparse en una bandera -la que sea: roja o azul, zurda o diestra- para justificar sus inaceptables gamberradas. Ahí no hay un soplo de inteligencia, ni de ideología, ni de valores, ni de nada. Sólo una absurda vocación de pegarse con el que se encarte. El verdadero miedo me lo infunden quienes instrumentalizan esos instintos primarios e intentan pescar en el río revuelto de la memez gregaria. Para muestra, tres botones. El primero nos lo otorga cierta prensa que, ante el dislate, no duda en redactar titulares escandalosamente frívolos, huérfanos de cualquier propósito de veracidad. Un logro, el enésimo, de ese periodismo de barricada que no tiene pudor en arrimar el ascua a su sardina, sin el menor rigor ni respeto por las exigencias de su oficio.

El segundo, en lo que supone de rendición al vocerío ignorante, llega del equipo mismo: acobardarse ante la irracionalidad de la masa es iniciar un camino ignominioso en el que el poder acabará cediéndose a las excrecencias de la propia organización. Si en el Rayo, y en tantas otras estructuras, no se pone límite al imperio del grito, nadie podrá sentirse ya seguro. Fama, honor, reputación pasan a ser conceptos vacíos, pendientes del viento caprichoso y plebiscitario que sople de los peores.

El último, también el más dañino, procede de los idiotas. De éstos ha habido muchos en el asunto Zozulya: tuiteros de gatillo fácil y sesera hueca; opinadores de talento medible; políticos de demagogia diarreica. Afirma, por ejemplo, el inefable Alberto Garzón que el aullido de los Bukaneros es un acto de dignidad. Y a lo peor hasta se lo cree. En tales manos, tan proclives al juicio sumarísimo, al contento del gentío y al tiro en el alma, estará, parece, buena parte de nuestro futuro. Me quedo corto: miedo no, un inmenso y escalofriante pánico.

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