DESDE el 20-D, se afirma por casi todos los políticos y opinadores que hay que evitar como sea otras elecciones. Más allá de la imposible matemática parlamentaria, prevalecen tres argumentos que, a modo de dogma, circulan con asombroso éxito. Según el primero, "los electores han querido que los partidos pacten". La idea se basa en una supuesta inteligencia superior de los votantes que, francamente, a mí me parece una entelequia: aquí cada cual ha buscando la victoria de sus siglas, sin ulteriores cálculos sobre deseables mestizajes. Ha salido lo que ha salido no como reflejo de un clima social propicio a las alianzas, sino como consecuencia de una novedosa fragmentación del voto.

Para el segundo, repetir convocatoria supondría "un fracaso". Tampoco lo compro: mayor fracaso sería el acabar gobernados por formaciones incompatibles, obligadas a caminar permanentemente en el alambre de una coalición antinatural, decepcionante y seguramente inútil.

El tercero apela al pragmatismo: "no va a servir para nada". Se trata, en este caso, de un auténtico ejercicio adivinatorio que niega a la sociedad toda capacidad de aprender. Muy al contrario, lo lógico es que, a la vista de las actitudes y aptitudes comprobadas, el ciudadano, en segunda oportunidad, acuda a las urnas con más conocimiento de causa, de forma más reflexiva e informada, con plena conciencia de la exacta posición que cada protagonista anhela en el tablero.

Lejos de considerarla un disparate, creo que la hipotética cita de junio constituye, ahora, el menos malo de los escenarios. Hemos tenido tiempo de ahondar en las verdaderas propuestas de los oferentes. Sabemos de la mesura o desmesura de sus ambiciones. Hemos verificado, al cabo, en qué lugar colocan el bien común en relación con el bien propio. Estamos, pues, en condiciones óptimas para volver a decidir.

Ninguna de las alternativas sobre la mesa ofrece garantías fiables: o bien conducen de facto a la ingobernabilidad, o bien polarizan peligrosamente el futuro del país. Con estas cartas injugables, lo sensato sería darnos mus. Me objetarán que comportaría un enorme gasto. Aun así, ridículo frente al que aparejarían años de guirigay. Podría ocurrir -y es objeción postrera y seria- que, a pesar de todo, yo me equivoque, los augures acierten y nada cambie. Pero entonces, ante tal desastre inobjetablemente voluntario, al menos ya no quedará duda alguna de que tenemos lo que nos merecemos.

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