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UN andaluz de Granada, José Miguel Domingo, de 53 años, ha elevado a tragedia irreversible el drama de los españoles que están siendo desahuciados de sus casas. El jueves amaneció ahorcado en el patio interior de su vivienda en el barrio de La Chana, donde regentaba una modesta papelería-quiosco que apenas le permitía subsistir. Todavía estaba de cuerpo presente cuando se personaron en el lugar los agentes judiciales enviados para ejecutar la orden de desahucio. Se les adelantó retirándose definitivamente de un escenario de ruina, desolación y pérdida. También tiene 53 años el vecino de Burjassot (Valencia), que un día después se arrojó al vacío con el mismo objetivo: no ver cómo lo desalojaban de su hogar. Está fuera de peligro.

De La Chana a Burjassot, y a lo que vendrá, estas autoinmolaciones que no se ofrendan a ninguna divinidad ni causa, sino que rinden tributo final a la impotencia y la desesperación, son un latigazo atroz a la conciencia colectiva y una interpelación directa a la política que se declara incapaz de emanciparse de la crueldad de las leyes de la economía. Llevamos cinco años de crisis y empobrecimiento durante los cuales miles de familias que creyeron ver cumplido el viejo sueño de tener una casa propia se han dado cuenta de que el trabajo que pensaron estable era una quimera y de que el mismo banco que los engatusó e incitó a hipotecarse sería a la postre su peor enemigo. Qué digo miles, casi cuatrocientas mil familias sufren actualmente procesos de desahucio.

Incapacidad de la política, y lentitud incomprensible ante un problema social incomparable a cualquier otro. Cinco años después todo lo que hay encima de la mesa son las propuestas de la oposición para rebajar los plazos hipotecarios de las personas que han perdido sus fuentes de ingresos al abono de un arrendamiento más bajo o una amortización más amplia, para regular la dación en pago -cancelación de la hipoteca a cambio de la entrega de la vivienda- o para que las entidades financieras pongan de su parte para evitar que el destino de los que se han visto obligados a dejar de pagar no sea forzosamente quedarse a la intemperie con sus hijos. El Gobierno, por su parte, se lo está tomando con parsimonia, pese a que le bastaría aplicar un principio elemental: ¿por qué estos clientes de los bancos que han sido ayudados a sanearse y salvarse de la quiebra no han de compartir los fondos públicos que necesitaron por la pésima gestión de sus responsables?

De este modo, desahuciar al quiosquero de La Chana, que se adelantó privándose de lo único que le quedaba, adquiere esa otra dimensión que recoge el Diccionario de la Lengua Española: "Quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea".

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